Todos estamos hospitalizados (metafóricamente hablando)
Compartimos un capítulo del libro Más allá del cuerpo del médico y escritor Francisco González Crussí, editado por Grano de Sal. En este texto de uno de los ensayistas más lúcidos y leídos de México encontrará un panorama del trato en las instituciones hospitalarias desde la Edad Media hasta nuestros días. ¿En qué radica un buen tratamiento: en la calidad clínica o en las comodidades de un hospital?
Entre las muchas formas de adversidad que ineludiblemente nos toca confrontar en la vida, ser hospitalizado no es la más leve. Pero hoy día casi nadie se escapa: nuestras vidas empiezan y terminan dentro de un hospital. Nacemos en la sala de obstetricia y morimos entre los bips de máquinas que sostienen las funciones vitales, el silbido de tanques de oxígeno y el goteo de soluciones intravenosas: estos son los modernos “ritos funerarios tecnológicos”. Y entre el comienzo y el fin de nuestra existencia está escrito que debemos ingresar una o más veces al interior de un hospital. Entramos llenos de aprensión por nuestro futuro, sin saber qué nos va a pasar. Oímos decir que los pacientes a veces sufren por el descuido o la incompetencia del personal, que los médicos o enfermeros a veces administran la medicación equivocada, o dejan de dar la necesaria, o la dan en dosis perjudiciales, a veces fatales. Preferiríamos no ir. Sin embargo, aquí quiero argumentar que todos nosotros, sin excepción, estamos ya hospitalizados –en un sentido metafórico– sin siquiera darnos cuenta de ello.
No siempre fue así. En la Antigüedad grecorromana no había hospitales propiamente dichos. Las civilizaciones antiguas tuvieron sitios donde los enfermos eran sometidos a rituales mágico-religiosos, pero ninguna fundó instituciones de carácter público dedicadas al cuidado de enfermos a largo plazo. Los expertos están de acuerdo en que el hospital, como lugar donde los enfermos y los pobres podían ser recibidos y atendidos, nació y se desarrolló junto con la ascensión del cristianismo. Sin embargo, la naturaleza del hospital ha cambiado espectacularmente en el curso de la historia. Los que se establecieron bajo la égida de las órdenes monásticas o mediante donaciones piadosas de los ricos durante la Edad Media y el Renacimiento ofrecían excelente atención espiritual, pero la atención al cuerpo dejaba mucho que desear. La higiene de esos lugares era execrable: quienes eran admitidos eran alojados junto con indigentes y orates. Un grabado basado en una pintura del artista flamenco Marten de Vos (1532-1603) muestra una sala apiñada de pacientes donde visitantes piadosos administran medicinas sin supervisión a los pacientes. En el primer plano aparece una mujer con una muleta a su lado que parece meditar tristemente en su desgracia; a su derecha, un visitante le da alguna medicina a un paciente que muestra una extensa erupción cutánea. En la distancia, un médico parece estar examinando una muestra (figura 1).
Figura 1. Los siete actos de misericordia, grabado basado en una pintura del artista flamenco Marten de Vos, 1585. Museo Británico, Londres.
La superstición y la irracionalidad eran parte de las teorías médicas. Hasta los intelectuales más prominentes que abogaban por el conocimiento basado en la experiencia y la razón creían sin embargo que había enfermedades provocadas por la luz de la luna, o por una mujer durante la menstruación, o por el “mal de ojo”. Estas absurdas nociones persistieron más allá del Renacimiento. Lo que es peor, a medida que la profesión médica ganaba mayor prestigio, los enfermos y los pobres tenían que vérselas con la arrogancia de los profesionales. Hay un dibujo del siglo xvi que muestra a un médico que rehúsa tratar a un paciente rebelde (figura 2). Por largo tiempo los hospitales difundieron las enfermedades infecciosas, como atestiguó el famoso caso del doctor Ignác Semmelweis, quien transmitía la terrible “fiebre puerperal” de paciente a paciente al examinar con sus manos contaminadas y sucias.
En resumen, la existencia misma de los hospitales podía legítimamente cuestionarse en el pasado, dado que hacían más daño que bien. En realidad, sólo los indigentes terminaban en un hospital; los que podían pagarse condiciones más decentes preferían ser tratados en casa. Los cirujanos del siglo xix hacían sangrientas operaciones quirúrgicas en los salones de visita o en las recámaras de las mansiones de los ricos.
Hoy se estima que las comodidades son un elemento importante de la experiencia de los pacientes y, supuestamente, del buen éxito del tratamiento. Dicen los entendidos que la gente está dispuesta a “cambiar la calidad clínica por una experiencia agradable”
Afortunadamente, todo esto es cosa del pasado. Hoy día, tener que ir al hospital no es ya como cruzar el umbral de la muerte. Los centros hospitalarios actuales están a eones de distancia de las escuálidas instituciones medievales, donde se alojaban sólo los infortunados, los miserables, los miembros marginalizados de la sociedad: huérfanos, pordioseros, vagabundos, prostitutas. Los hospitales modernos se han convertido en centros de vanguardia de la medicina, “cuarteles generales y base del poder de la élite médica”, donde se practica la medicina más avanzada. Y lo que es más, hoy se estima que las comodidades son un elemento importante de la experiencia de los pacientes y, supuestamente, del buen éxito del tratamiento. Dicen los entendidos que la gente está dispuesta a “cambiar la calidad clínica por una experiencia sumamente agradable”. Es por eso que los hospitales ofrecen cuartos privados, propios para recibir a familiares y otros visitantes, paredes de tranquilizantes tonos pastel, estupendas vistas, masajes corporales y otras amenidades dignas de un hotel de gran lujo –¡y de costo correspondiente!–. Pero, con todo eso, el hospital no es una destinación deseable. Preferiríamos no ir y nos rehusamos a ser admitidos siempre que nos sea posible.
Dibujo del siglo XVI que muestra a un médico que rehúsa tratar a un paciente rebelde.
Sin embargo, la imaginación artística percibe la hospitalización como inmutable destino humano. En el campo literario, difícilmente podría encontrarse una mejor expresión de esta idea que la producida por el notable escritor italiano Dino Buzzati (1906-1972) en un cuento de su autoría, titulado Siete pisos. La historia es como sigue.
Un tal señor Corte ingresa al hospital para un chequeo, debido a una ligera molestia. El hospital tiene siete pisos. Los pacientes con enfermedades leves son admitidos al piso más alto; los que tienen padecimientos más serios van a pisos inferiores, tanto más abajo cuanto más severa sea la patología que los aqueja. El señor Corte, cuya dolencia parece trivial, ingresa al séptimo piso. Todos los pacientes que ahí se encuentran ven con aprensión, a través de las ventanas, el piso número uno, la planta baja: un espacio oscuro, silencioso, tétrico, reservado a los que están ya cerca de la muerte.
Aparentemente, el estado de salud de Corte no cambia, pero una secuencia absurda, “surrealista”, de circunstancias fortuitas determina su transferencia gradual a pisos cada vez más bajos en el curioso hospital. Una madre y sus tres hijos quisieran estar juntos, pero no hay suficientes camas disponibles. ¿Le importaría al señor Corte ceder su lugar a esta dama? Claro que esto sería un arreglo temporal. Corte es amable y cede su lugar: lo transfieren –en el entendido de que se trata de un arreglo efímero– al piso inferior. Le aparece una lesión en la piel. Es de escasa importancia, pero conviene que lo vea un especialista, cuyo consultorio se encuentra en el piso inferior: por eso Corte es trasladado a un piso más abajo. Se le informa entonces que las máquinas que se usan para su tratamiento están instaladas en el piso inferior: se hace necesario un nuevo desplazamiento en descenso para Corte. Cuando se encuentra en el tercer piso, le informan que un asunto puramente administrativo requiere trasladarlo una vez más: el personal está de vacaciones, de modo que todo el tercer piso debe cerrar. Como los pacientes son pocos, las camas pueden consolidarse con las de otro piso. Esperanzado, Corte pregunta: “¿Reunirán a los enfermos del tercero y del cuarto?”. No: los del tercero bajan al segundo. Corte, pálido como una sábana, está angustiado. Pero los médicos le aseguran que no hay motivo de preocupación: en cuanto el personal del tercer piso regrese de vacaciones, los pacientes serán reintegrados a sus salas correspondientes. A cada nuevo traslado, crece la angustia del pobre señor Corte, pero todo el personal, los médicos, las enfermeras, siempre tienen palabras tranquilizantes y consuelos optimistas: le aseguran que todo va bien, que reconocen que se encuentra en un piso muy inferior al que le correspondería de acuerdo con el estado de su salud, pero esta situación es accidental, transitoria, y pronto va a cambiar.
En efecto, el cambio llega el día en que llegan a su cuarto unos asistentes que traen la orden, debidamente firmada, de las autoridades del hospital, de trasladar al señor Corte al primer piso: ¡su traslado final! La historia termina cuando las cortinas de su nuevo cuarto se cierran y las luces del primer piso se apagan: es el espectáculo que todos los pacientes de pisos superiores atisban, estremecidos, desde sus ventanas.
El simbolismo de este magnífico cuento es transparente. El hospital que Buzzati imagina, “surrealista”, onírico, o de pesadilla, es la vida misma. Llegamos al mundo con un exceso de vitalidad y nos admiten al piso superior, pero de ahí en adelante nuestro progreso tiene que hacerse hacia abajo. En el curso de nuestra bajada, encontramos a otros que se encuentran en peor situación que nosotros. Entonces nos jactamos de no pertenecer al mismo nivel: si nos encontramos en el mismo sitio es por azar, una mera casualidad. Pero no importa lo que hagamos, seremos trasladados inexorablemente a pisos más y más bajos. Ya podemos hacer ejercicio, comer sanamente, evitar los malos hábitos y eliminar en lo posible todas las formas de estrés. De todos modos nos encontraremos –ineluctablemente– más y más cerca de la planta baja a medida que pasa el tiempo. Una fuerza infinitamente superior a cualquier voluntad humana nos trasladará y nada podemos hacer para evitarlo. Hasta que un día sentiremos, como el señor Corte, que un extraño letargo nos invade; el sol puede refulgir afuera, pero las persianas de la ventana, “obedientes a una orden misteriosa”, descenderán lentamente e impedirán por completo que los rayos del sol penetren a nuestra recámara.
El hospital que Buzzati imagina, “surrealista”, onírico, o de pesadilla, es la vida misma.
____ ____ ____ ____
(1) Roy Porter, “The Hospital”, en Blood & Guts: A Short History of Medicine, Nueva York: W. W. Norton, 2004, p. 135.
(2) Michele Augusto Riva et al., “The Charity and the Care: The Origin and the Evolution of Hospitals”, European Journal of Internal Medicine, vol. 24, núm. 1 (2013), pp. 1-4.
(3) George Parker, “The Early Development of Hospitals (before 1348)”, British Journal of Surgery, vol. 16, núm. 61 (julio de 1928), pp. 39-50.
(4)Stephen R. Ell, “The Two Medicines: Some Ecclesiastical Concepts of Disease and the Physician in the High Middle Ages”, Janus, col. 68, núms. 1-3 (1981), pp. 15-25.
(5) Roy Porter, “The Hospital”, op. cit.
(6) Pauline W. Chen: “How Does your Hospital Room Make You Feel?”, The New York Times, 10 de diciembre de 2010.