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Festival Internacional Cervantino: un festival con raíces de medio siglo

Sergio Vela, director general de Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego, nos habla de la historia del Festival Internacional Cervantino y de su experiencia como el director con mayor permanencia en el cargo –de 1992 a 2000–. Durante su periodo logró presentar una programación equilibrada y de gran nivel cualitativo. Festejamos el 50.º aniversario de este festival multiartístico, que es identidad y patrimonio cultural de México.

Origen moderno de los festivales artísticos

Los festivales son, o deben ser, momentos de excepción en el ritmo ordinario de la vida, que permitan enfocar la atención en el contenido que se quiere brindar, frecuentemente asociado a una conmemoración. Han sido necesarios desde tiempos inmemoriales, pero es en el calendario de la cultura griega donde ya se marca un lugar significativo para ellos. 

Es a Richard Wagner a quien debemos la idea de los festivales artísticos modernos. Vehemente estudioso de la tragedia griega desde antes de ser compositor, Wagner tenía cerca de 35 años de edad cuando concibió una ópera heroica cuya dimensión lo condujo a escribir un segundo y un tercer libreto, cada uno precedente de los anteriores. Por último, elaboró un cuarto libreto como prólogo a la trilogía. Dicha obra sería El anillo del nibelungo, con su prólogo El oro del Rin y sus tres jornadas: La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses. Alrededor de 1852-1853, Wagner ya tenía concebida esta obra dramatúrgica para ser representada en cuatro jornadas consecutivas; sin embargo, no existía ningún teatro con la capacidad técnica para responder a las exigencias escénicas planteadas; tampoco había organización alguna que permitiera ensayar y ejecutar cuatro obras distintas, en secuencia y en días sucesivos. La idea misma de presentar cuatro obras, como hicieron los griegos, no existía entonces en Europa. Wagner se dio cuenta de que era necesario construir un recinto ex profeso si quería llevar a cabo su ambicioso proyecto; un recinto que, además, debía funcionar en un período que permitiera al público entregarse en exclusiva a la experiencia escénica. 

 

El Festival de Bayreuth en 1876, el primer festival moderno, acabó convirtiéndose en cita obligada para artistas e intelectuales europeos, e incluso para los americanos que viajaban a Europa.

Interior del Teatro del Festival de Bayreuth durante la primera representación de El anillo del nibelungo, 1876.

 

En su afán, con el correr del tiempo y tras muchas vicisitudes, Wagner halló la vieja capital de Franconia, una pequeña ciudad provinciana y apacible, con monumentos rococó y una historia de más de ochocientos años, pero cuyo esplendor había acabado un siglo antes: Bayreuth. Wagner debió pensar que, si alguien podía llegar allí, sería con el único propósito de presenciar El anillo del nibelungo. Así es como fundó el Festival de Bayreuth en 1876, el primer festival moderno, que acabó convirtiéndose en cita obligada para artistas e intelectuales europeos, e incluso para los americanos que viajaban a Europa. 

En vista del éxito del Festival de Bayreuth, surgió en la mente de algunos colosos de la cultura alemana la idea de hacer algo similar en Austria. Con esa impronta, en 1920, Max Reinhardt, Hugo von Hofmannsthal y Richard Strauss establecieron el Festival de Salzburgo en la ciudad natal de Mozart, igualmente bella, apacible y llena de monumentos históricos. El Festival fue una especie de acto de justicia a la memoria de Mozart, que Salzburgo no le otorgó en vida. A diferencia del de Bayreuth, donde sólo se representan las obras de Wagner, el Festival de Salzburgo no está dedicado sólo a Mozart.

Un festival artístico en el sentido moderno, con el de Bayreuth como piedra fundacional, constituye también la declaración de una convicción profunda: el arte es el antídoto a la destrucción de la guerra. El Festival de Salzburgo fue fundado cuando acababa de concluir la Gran Guerra. Por su parte, el de Edimburgo, otro de los festivales emblemáticos del mundo, fue creado en 1947 en esa bellísima ciudad escocesa por británicos y exiliados alemanes y austriacos, con el fin de cicatrizar las heridas de la confrontación entre alemanes y británicos. A partir de allí, comienzan a multiplicarse los festivales: Avignon, Aix-en-Provence, Baden-Baden, los festivales italianos, etcétera. 

Algo de lo antedicho puede aplicarse a Guanajuato como sede del Festival Internacional Cervantino. Una ciudad pequeña, apacible, capital de un estado, de arquitectura grata e historia dilatada, se convirtió en la sede de un festival internacional que es sin duda un paréntesis en el ritmo ordinario de la vida. 

 

El Festival Internacional Cervantino no surgió como un festival multiartístico, sino como un festival teatral cuya primera edición, en 1972, tuvo como función inaugural, curiosamente, una ópera en el teatro Juárez: Don Quichotte de Massenet.

El I Festival Cervantino fue inaugurado el 29 de septiembre de 1972 por Dolores del Río y Luis Ortiz Macedo, director del I N B A .

 

Si bien se le denomina Cervantino, no es porque Guanajuato tuviera similitud con los pueblos manchegos, ni porque se hubiera distinguido por los estudios sobre ese autor. Es que en esa ciudad ya existía una agrupación, el Teatro Universitario, fundado por Enrique Ruelas en la Universidad de Guanajuato, quien invitó a la comunidad universitaria y extrauniversitaria a participar, con cierta espontaneidad, en las puestas en escena de los Entremeses de Miguel de Cervantes Saavedra. En este empeño, la utilización de espacios abiertos, como la plaza de San Roque, trajo consigo una gran acogida pública y una bella historia a lo largo de casi dos décadas. Con ese antecedente, se instauró el Festival Internacional Cervantino.

No surgió como un festival multiartístico, sino como un festival teatral cuya primera edición, en 1972, tuvo como función inaugural, curiosamente, una ópera en el teatro Juárez: Don Quichotte de Massenet. En 1973 no hubo edición, ya que no existía un plan de continuidad. Al año siguiente, el proyecto se retomó y, a partir de 1974, hubo Festival anualmente. 

 

A pesar de la severísima crisis económica de 1982 y los años subsiguientes, el Festival no se interrumpió, salvo en 1985, cuando se canceló por el sismo del 19 de septiembre.

El Teatro Universitario, dirigido por Julio Ruelas, solía efectuar representaciones de los Entremeses cervantinos en la plazuela de San Roque, Guanajuato.

 

Continuidad y el sentido de la programación

A un festival artístico lo fortalece la continuidad. Si bien en el origen no había plan de continuidad, para esta resultó determinante la permanencia de los sucesivos directores del Festival Internacional Cervantino. El primero fue Óscar Urrutia; después vino Fernando Macotela, quien dirigió dos festivales. En seguida, Antonio López Mancera, un hombre comprometido como pocos con las artes escénicas. Luego, durante cinco años, la dirección del Festival recayó en un joven con gran cultura: Héctor Vasconcelos, quien recibió vasto apoyo de doña Carmen Romano, esposa del presidente José López Portillo.

A pesar de la severísima crisis económica de 1982 y los años subsiguientes, el Festival no se interrumpió. Volvió Antonio López Mancera, quien dirigió las ediciones de 1983 y 1984. Habría conducido la de 1985 también, pero un mes antes ocurrió el devastador sismo del 19 de septiembre. No había ánimo festivo y los recursos tuvieron que recanalizarse. Así que se canceló el Festival que habría tenido por número el XIII. En su lugar se realizó una Temporada Cultural de Otoño, para cumplir compromisos que no se podían deshacer, sobre todo aquellos que involucraban el apoyo de gobiernos extranjeros. En efecto, frente a la crisis económica, la manera de conservar la índole internacional del Cervantino fue poner en juego los convenios de intercambio cultural con otras naciones. Aunque conllevan una gran ventaja económica así como una importante ventana de divulgación, tienen también una desventaja corrosiva: en términos diplomáticos, es muy difícil rechazar aquello que se está ofreciendo sin costo. La consecuencia fue un crecimiento cuantitativo enorme a costa de la calidad durante casi una década, en la que prácticamente desapareció –por esta razón– la curaduría artística autónoma. 

Los festivales de 1986 y 1987 los dirigió Emilio Cárdenas; los de 1988 y 1989, María Cristina García Cepeda; los de 1990 y 1991, Mercedes Iturbe; y a partir de 1992 estuve al frente de la dirección del Cervantino. Estas referencias permiten retomar con más detalle lo concerniente a la continuidad. 

 

Ser el director de mayor permanencia en el cargo me permitió imprimir al Festival un sello, necesaria apuesta por la recuperación de la calidad manteniendo la diversidad.

 

Antonio López Mancera dirigió dos ediciones más, con lo cual sumó cuatro en total. Héctor Vasconcelos, de manera continua, dirigió cinco y dejó impresa una huella. También permaneció prácticamente cinco años en el cargo Ramiro Osorio, mi sucesor. Yo dirigí el FIC durante nueve años, en un afortunado lance de continuidad, teniendo en cuenta el cambio de sexenio a finales de 1994, gracias a que Rafael Tovar y de Teresa, segundo presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), fue ratificado por Ernesto Zedillo. Su continuidad auspició la mía. 

Ser el director de mayor permanencia en el cargo me permitió imprimir al Festival un sello, necesaria apuesta por la recuperación de la calidad manteniendo la diversidad. Para entonces, ya era un festival multiartístico incuestionable. Las artes empezaban a desdibujar ciertas fronteras rígidamente establecidas, sobre todo las escénicas, pero también las plásticas y las artes visuales con el performance y con el happening. El teatro y la danza comenzaban a aproximarse. La puesta en escena de ópera mostraba tendencias a tener mayor relieve dramático y no sólo musical. Los mecanismos de intercambio diplomático permanecían, pero ahora con un proceso de evaluación, que se aclaraba desde la carta de invitación: las propuestas serían evaluadas para buscar equilibrios entre las distintas maneras de ejercer las disciplinas artísticas, contando con la posibilidad de ajustar los convenios, una opción por demás valiosa en la conformación de cada programa del Festival. 

La continuidad es sin duda muy importante, pero sólo en la medida en que el Festival esté en manos capacitadas para imprimirle un sello a la programación. Esta es una crítica por demás enérgica. A lo largo de la vida del Festival ha habido notables directores, pero también cierta improvisación en algunos casos (y no me referiré a ningún periodo en particular). Un festival no lo debe encabezar quien sólo administra la institución, lo cual conllevaría el desdibujamiento de la programación.

En mi gestión, encontré una manera evidente de mostrar continuidad: utilizando una misma imagen. Cuando llegué a la dirección del Cervantino, consideré que Geometría guanajuatense de José Chávez Morado, reproducido en el cartel del tercer festival, debía ser nuestra imagen. Obra de arte de un pintor guanajuatense, muestra la complejidad de la traza urbana de Guanajuato desde la interpretación geométrica. Al cabo de varias peripecias, el cuadro fue localizado y adquirido por el Conaculta (forma parte ahora del acervo del Museo de Arte Moderno). No cambié la imagen durante nueve años, ni la tipografía, únicamente los colores del fondo y de las letras. Esto es Guanajuato. Y eso quería yo enfatizar también con respecto al Festival: un enlace y una identidad.

 

Para dar identidad a las ediciones del Festival Internacional Cervantino, durante la dirección de Sergio Vela se utilizó como imagen una pintura emblemática de un gran artista de Guanajuato: Geometría guanajuatense de José Chávez Morado, la cual se había utilizado para el cartel del III Festival Internacional Cervantino en 1975. Abajo: cartel de la edición XXIV de 1996.

 

Una institución entre instituciones

Tengo por cierto que, cuando se utiliza el poder político para construir instituciones culturales, hay muy poco que objetar. Lo crucial es entonces qué instituciones se han creado, qué instituciones se han preservado y de qué manera debemos acrecentar ese patrimonio cultural que sin duda nos enriquece muchísimo.

En el caso del Festival, las cosas fueron cobrando paulatinamente un cariz distinto. Destaca la época del sexenio del presidente José López Portillo, cuya esposa Carmen Romano Nolk era una mujer culta y amantísima de la música, con una genuina herencia artística familiar. Fue una gran promotora e impulsora de las artes: fundó la Filarmónica de la Ciudad de México en 1978, promovió la creación de FONAPAS, especie de mecanismo financiero para que la cultura empezara a proliferar, y dio un impulso mayúsculo, incomparable, al Festival Internacional Cervantino. A instancias suyas, se creó un comité organizador que reunía representantes de las distintas secretarías de Estado que pudieran estar involucradas (con ello se logró que los artistas internacionales obtuvieran visados de cortesía, y no de trabajo). Los festivales de este periodo (1978-1982) tuvieron una nómina artística de altísimo nivel, lo cual contribuyó a dar al Cervantino un prestigio internacional extraordinario. Participaron muchos artistas de renombre, algunos que hoy son músicos consagrados y que en aquel momento eran jóvenes en ascenso, como Gidon Kremer o Martha Argerich. Vino la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida en esta única ocasión en México por Carlos Kleiber. Birgit Nilsson ofreció uno de sus últimos conciertos. Estuvo Leonard Bernstein. El teatro Rustaveli de Georgia, dirigido por Robert Sturua, realizó una formidable puesta en escena de Ricardo III. Otro punto de inflexión favorable tuvo lugar cuando Vicente Fox fue presidente del país y Juan Carlos Romero Hicks gobernador de Guanajuato, pues el presupuesto del Festival Internacional Cervantino volvió a crecer considerablemente. 

 

Giuseppe Sinopoli dirigiendo Il Gruppo di Roma, el 8 de octubre de 1993 en el templo de la Valenciana, en la edición X X I del Festival Internacional Cervantino. Fotografía: Dante Busquets.

 

Perséfone, espectáculo de Robert Wilson, se presentó en el teatro Juárez los días 13, 14 y 15 de octubre de 1999 en la edición XXVII del Festival Internacional Cervantino. Fotografía de Ernesto Lehn.

 

En contraste, sin esa holgura –pero tampoco padeciendo presupuestos exiguos–, tuve que mantener, con mi coordinador administrativo, un estricto control para no excedernos en cada ejercicio presupuestal. Jugaba a nuestro favor el que había en esa época mucha flexibilidad jurídica en la institución; no había tantas regulaciones porque el Cervantino no existía con las características que después se le definieron, ni tampoco predominaban reglas administrativas que en materia artística son francamente absurdas, como la de licitar la programación: ¿Por qué trae usted a tal artista y no a tal otro que es más barato? No puede aplicarse tal criterio; tiene que pensarse en términos más ambiciosos, desde la perspectiva artística.

Por otra parte, a mi llegada al FIC había un visible desencuentro entre las autoridades federales y las autoridades estatales y municipales, debido a conflictos surgidos a raíz de las recientes elecciones para gobernador de Guanajuato. Dicha tensión se reflejaba también en torno a la realización del Cervantino. Era como si se hiciera fiesta en casa ajena, no se recogiera el tiradero y ni siquiera se dieran las gracias. Esa era la percepción que prevalecía en Guanajuato cuando Rafael Tovar asumió la presidencia del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, como sucesor de Víctor Flores Olea, y registró, entre sus primeros pendientes, arreglar esa discordia. En una junta en la que discutieron las autoridades guanajuatenses y el presidente del Conaculta, este consideró que yo podía ser la persona que lograra ese acercamiento y esa tersura requeridos para una fructífera colaboración entre las instancias involucradas. Siempre agradeceré ese voto de confianza que recibí tanto de Rafael Tovar como del gobierno de Guanajuato. Dirigí el FIC durante los dos años restantes del gobierno de Carlos Medina Plascencia (1993 y 1994); los cuatro años de Vicente Fox (1994- 1998); y en el interinato de Ramón Martín Huerta (1999-2000). Todavía presencié la toma de posesión como gobernador de Juan Carlos Romero Hicks, a quien conocía ya por nueve años de colaboración con la Universidad de Guanajuato. 

Hay hechos que marcan una diferencia. Antaño, todo se decidía desde el centro y prácticamente se llegaba con un listado de necesidades a cargo de los anfitriones: hospedaje, avituallamiento, logística, transportación local, todo el tema de vialidad urbana. En consecuencia, decidí que la gerente del FIC fuese mi pica en Flandes al abrir la oficina permanente del Festival en aquella ciudad, mientras yo iba con alguna regularidad a dialogar, a planear. Empezó, así, un periodo de muchísimos encuentros y discusiones, con desacuerdos a veces, aunque en todo momento concertamos todo lo que fuera favorable para la programación. 

Por demás importante fue darles cabida a las expresiones locales. Durante mi dirección se realizó una elevada cantidad de actividades con grupos guanajuatenses –“Callejón del Ruido”, por ejemplo, de música contemporánea–, y el relanzamiento teatral de Juan Ibáñez, una figura absolutamente entrañable. Con él se consumaron las puestas en escena de Dido y Eneas en 1995; de Catulli Carmina en el centenario de Carl Orff; y de La casa de Bernarda Alba, con Josefina Echánove como protagonista.

Cabe señalar que la corrección o incorrección política jamás fue asunto de discusión. Durante mi gestión, lo más que llegó a decirse fue, a manera de ejemplo: “En esta obra, La Malinche de Johann Kresnik, hay escenas que pueden disgustar a ciertas personas del público por su irreverencia religiosa y por sus alusiones a políticos vivos. Se pone sobre aviso y, si alguien quiere abandonar la sala, se le suplica hacerlo de manera discreta”. Nada más. Claro, si se hubiera dado una trifulca como la de La consagración de la primavera en su estreno, otra cosa habría sido. Pero no ocurrió. En cuanto a la censura, ni siquiera fue mencionada, menos aún ejercida. 

 

El Festival llega a sus cincuenta años en circunstancias que no son las más favorables: México cuenta con instituciones culturales fuertes y vigorosas, aunque hoy un tanto condicionadas por cuestiones ideológicas y quizá por una suerte de corrección política, además de muy menguadas presupuestalmente.

 

Por otro lado, importa tener en cuenta que la lógica del poder es conservarse y acrecentarse. Hay quienes, teniendo ese poder por formación y convicción propia, saben y reconocen que entre lo más perdurable se encuentran el estímulo y el apoyo a la educación, el arte y la cultura. Y hay quienes no tienen esa perspectiva. Además, los ciclos políticos no son permanentes: a veces estamos en un extremo del péndulo, otra vez en el centro, y después en el otro extremo; casi siempre se da un movimiento que va del centro a la izquierda y del centro a la derecha. El problema surge cuando las cosas se extreman y se trata de paralizar el movimiento natural de las cosas. 

El Festival llega a sus cincuenta años en circunstancias que no son las más favorables: México cuenta con instituciones culturales fuertes y vigorosas, aunque hoy un tanto condicionadas por cuestiones ideológicas y quizá por una suerte de corrección política, además de muy menguadas presupuestalmente. Y la restricción presupuestal del gasto público afecta las posibilidades del Festival. 

Justamente, frente a esa escasez presupuestal, más que nunca se tiene que apostar por la calidad antes que por la cantidad, porque muchas cosas baratas no son preferibles a una cosa más cara, más fina, que trasciende y perdura.

Creo indispensable formular una apuesta por la programación bajo criterios cualitativos y equilibrados. Es decir, la programación debe reflejar un discreto equilibrio entre lo clásico y lo popular, lo tradicional y lo vanguardista, lo nacional y lo internacional, lo mexicano y lo guanajuatense. 

 

La pianista Hélène Grimaud actuó en el templo de la Valenciana el 8 de octubre de 1998, en el Festival Internacional Cervantino, edición X X V I . Fotografía: Ernesto Lehn.

 

La cosecha de la cultura

Es imperioso mantener (o recuperar, para decirlo más gravemente) el rigor en los equilibrios de la programación. Tal es el deber y atribución principal de la dirección general del Festival Internacional Cervantino, que implica la dirección artística. La función más importante de un director es la programación: para eso está allí. El director tiene que tomar las decisiones, y las instituciones artísticas deben contar con un director confiable, que sepa lo que debe hacer. Si se equivoca, se le cambia porque no funcionó; pero si funciona, ,jársele trabajar porque de otra forma es absolutamente imposible dotar de sentido a una programación que implica teatro, danza, artes visuales o música, en todas sus expresiones. Se requiere, por ende, un conocimiento profundo de las artes escénicas, la música, las artes visuales, y una visión cultural que permita enfocar el esfuerzo hacia un fin determinado, que no necesariamente es explícito.

Se piensa en general que programar es “se me antoja escuchar tal cosa y que la cante o la toque tal o cual intérprete”. No. La programación implica quitar todo aquello que podría hacerse, pero que no vamos a hacer porque es preferible hacer esto o esto otro. La verdadera buena programación es lo que queda destilado, quintaesenciado, de una enorme gama de posibilidades, donde el gusto personal juega un papel muy menor. No se trata de lo que el director quiere oír o lo que quiere ver. Programar tampoco es admitir cualquier cosa. Si todo cabe, entonces no quiere decir nada: todo y nada son equiparables. Por lo tanto, hay que pensar en todo lo que se puede hacer: si se opta por esta, ¿cómo se equilibra con aquella? Es un trabajo intelectual, un trabajo largo que puede iniciar uno o dos años antes de su realización. Reitero: el punto de partida es una programación bajo rigurosos criterios estéticos y de equilibrio. 

Otra singularidad que hay que recuperar es la idea de excepcionalidad del acontecimiento artístico, del diálogo que implica la presencia de artes escénicas diferentes entre sí, de los encargos a artistas mexicanos con agrupaciones extranjeras. En este sentido, no es cosa menor que en el Festival de 1993 haya hecho su debut en México Kronos Quartet con cuatro presentaciones. Los músicos quedaron encantados. Para 1995, volvieron a la programación y además estrenaron una obra comisionada por el Festival: el cuarteto de cuerdas Música para mi vecino de Mario Lavista; su vecino, entonces, era Arón Bitrán, miembro del Cuarteto Latinoamericano (Lavista dedicó la obra a Bitrán pero la estrenó Kronos Quartet). Dos años más tarde, dicha agrupación estrenó Altar de muertos de Gabriela Ortiz.

 

Kronos Quartet estrenó el cuarteto Altar de muertos de Gabriela Ortiz el 2 de octubre de 1997 en el teatro de Minas, en la edición X X V del Festival Internacional Cervantino. Fotograma de video.

 

Además, existe siempre un propósito interior: el público, la sociedad. ¿Qué le deja un festival a una sociedad, cómo la transforma? Cada día de inauguración, cuando se encendía el pebetero en Los Pastitos y se izaban las banderas de todos los países participantes, era una bellísima manera de decir “Bienvenidos. Bienvenidos a una fiesta del homo humanus”, una manera de entender a la humanidad en un sentido que vincula lo clásico: los griegos decían que humano era el hombre que tenía pietas, ese respeto a los valores morales, y paideia, esa mezcla que, dice Panofsky, equilibra el saber con la urbanidad y que normalmente se denomina cultura. Y cultura es un término metafórico que implica el cultivo. Hoy se usa mucho menos el calificativo ‘cultivada’ para referirse a una persona culta. ‘Culto’ o ‘cultivado’ son participios del verbo ‘cultivar’. Un festival como el Cervantino tiene que hacer ese trabajo de abrir el surco, si bien muchos surcos ya estaban abiertos (había décadas de historia detrás, que no podían desdeñarse en forma alguna). Tiene que sembrarse nueva semilla y hay que volver a irrigarla y esperar a que germine, florezca y fructifique. Por supuesto, se tiene que estar cosechando lo que ya ha quedado arraigado. La palabra es elocuente: las raíces, lo que ha echado raíces. Y esa raigambre en el caso del Cervantino es enorme, riquísima.

Cuarteto Latinoamericano, una presencia constante durante el Cervantino en la década de los noventa. Foto: Sergio Yazbek.

Guanajuato imprime un sello particular al Festival Internacional Cervantino, cuya historia de medio siglo le ha configurado su específica personalidad. Su encomienda permanece intacta: suscitar en el ser humano una conciencia sobre su condición a través de mostrarle, por medio de las expresiones artísticas, aspectos con frecuencia ocultos de la realidad inmediata.

 

Cita

Sergio Vela es director de escena y diseñador especializado en ópera, cuyos trabajos se conocen en múltiples países. Es musicólogo y promotor artístico, y ha encabezado importantes instituciones culturales de México. Tiene condecoraciones de Alemania, Dinamarca, España, Francia e Italia. Es director general de Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego, y miembro titular del Seminario de Cultura Mexicana.

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