Dante y la experiencia
¿Cómo entendemos hoy el viaje de la Divina comedia, en un descenso al metro o en cualquier acto de la vida cotidiana, a siete siglos de su composición? ¿Cómo es la fantasía dantesca? Marco Perilli, lector y estudioso de la obra de Dante, reflexiona cómo la experiencia interior y la intuición expresadas en el poema siguen siendo cercanas a la esencia del individuo. Quizá el lector esté leyendo su propio viaje por la existencia en un texto siempre abierto.
Una corriente, no el sonido, no la imagen, me anuncia el arribo del metro: entonces pienso en Dante frente a Lucifer.
me pareció notar algo de viento.1
Así es como el peregrino, llegado al centro de la Tierra, percibe la presencia de un límite ominoso, algo que incumbe y lo llena de terror. Yo no ignoro lo que pasará. Me encuentro a pocos metros de profundidad, hay un tren que recorre las vías, se parará frente a mí, bajará gente, yo me subiré. Dante, en cambio, sospecha, deduce, le pregunta a su guía, seguramente teme. Tiene miedo, mucho miedo. Ha visto a unos gigantes que de lejos le parecían torres; uno de ellos lo aferró con su mano, junto con Virgilio, para bajarlo hasta el fondo del abismo. Ahora sopla un viento helado, que cita lo inefable. O algo tan físico y concreto como el espasmo del hombre que encara lo posible.
“Maestro”, pregunté, “¿quién lo provoca?”2
Virgilio contesta:
Estarás muy pronto donde tu mismo ojo te dará respuesta, […]3
La respuesta es la experiencia. La primera imagen de Lucifer, desde lejos, es la de un molino de viento. Los gigantes del canto XXXI le parecieron torres… No tenemos documentos que comprueben si Cervantes usó a Dante para nutrir el sueño de Alonso Quijano: la única prueba certera defiende que la literatura es una licencia colectiva, caudal que brota de un manantial difuso, que salpica lo que viene, que llegará a existir en la palabra escrita allende, en la grafía desconocida de las gestas que inundan la memoria, en la lectura solitaria de un indiscreto traductor. Cervantes, como Dante, espera del ojo la respuesta. Mientras, la fantasía cabalga. O aguarda. En el canto XVII del Purgatorio, llueve dentro de la “alta fantasía”. El peregrino, anteriormente, había visto relieves esculpidos en las rocas (canto X), signos grabados en el suelo (canto XII), había oído voces cantar alabanzas (canto XIII): material para la acción de los sentidos, llamados de lenguajes sensibles. Ahora llueve directamente en la fantasía, que recibe mensajes sin soportes, sin lengua, sin ninguna mediación: imágenes puras que se proyectan en la pantalla de la mente. Italo Calvino, en sus Seis propuestas para el próximo milenio, comentando este verso dantesco habló de “cine mental”. Al proceder el peregrino en el viaje, al proceder Dante en la escritura del poema, y al proceder el lector cogido de la mano de los dos, la experiencia tangible se somete a la experiencia interior, la razón de los sentidos se reduce a favor de la intuición. El discurso fragmentario de los hechos se diluye en la fluidez del pensamiento.
Dante sabe que el principio del lenguaje se encuentra en una herida, un corte feroz, que cicatriza y sangra en la medida en que la cultura la recuerda y la representa.
Dante de Marco Perilli mereció el XVI Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso 2018. En 2019 lo coeditaron Pre-Textos y la Fundación Amado Alonso.
La imagen es palabra. Imago deriva del radical indoeuropeo mi, que significa “medir”. “Palabra” viene de “parábola”, en el sentido evangélico de ejemplo; y el sustantivo latino parabola remite al verbo griego paráballō, confrontar. La idea de relación, de nexo inteligible entre elementos, está detrás, o dentro, de dos términos rivales. Es la célula madre, el origen del que toman distancia para significar. Dante sabe que el principio del lenguaje –y del mundo, y de la vida– se encuentra en una herida, un corte feroz, que cicatriza y sangra en la medida en que la cultura la recuerda y la representa: en forma de mito o de rito, en forma de canto o en forma de poema. El mito de la edad de oro, que celebran los poetas, es el sueño del Edén cristiano en el Parnaso: se lo explica a Dante Matelda, la mujer que mora en el lugar donde “el linaje humano fue inocente”4. Los dos poetas clásicos que acompañan a Dante, Virgilio y Estacio, sonríen de su propio error. Sin embargo Dante, que califica a Cristo como “sumo Júpiter”5, tal vez sugiera que el error consista en separar las ramas de su tronco, y a este de la tierra que alimenta. Sabe, también, que atrás de la comparación, de toda relación, hay un gesto, un acto que designa, que tantea, un constructo primordial de la experiencia.
Volvamos al viento que anuncia a Lucifer. Un sentido se adelanta al ejercicio del otro. Lo mismo ocurre con la imagen y la palabra cuando se auxilian para ligar lo que la práctica no alcanza. Plinio el Viejo, en el primer siglo, relata que “los primeros que cultivaron la pintura de trazos, […] sin usar todavía ningún color, ya sombrean el interior del contorno y acostumbran a escribir al lado de las figuras el nombre de lo que tratan de pintar”6. La enseñanza de un pueblo se refleja en la de sus miembros: al presente, cuando el niño aprende el abecé, el dibujo descifra la palabra que aún no sabe leer. Lo mismo ocurre con don Quijote y Sancho, que intercambian sus dotes, según reconoce el caballero: “Así, Sancho, que, a lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo”7. Contagio o empatía, los signos transmigran de un individuo a otro, de un alfabeto a su traducción. ¿Cómo leemos, hoy, a Dante? ¿Es legítimo –o cuerdo, o natural– percibir en el viento del metro la inminencia del diablo?
Para nosotros, hombres del siglo XXI, el viaje de Dante Alighieri es literatura, es ficción, es metáfora, un espejo de la vida. La fantasía de Dante es otra cosa.
La pregunta plantea una cuestión esencial de la Comedia. La asociación viento-metro-Lucifer es un lugar literario que incluye la experiencia del mundo material, de la rutina cotidiana, así como la experiencia privada del lector.
Nimrod de Gustave Doré, grabado, 1885.
Los términos comparten ámbitos distintos. El metro existe en la realidad; también el viento, pero aquí pertenece a la dimensión literaria de un poema, igual que Lucifer. Hay un viento que sopla del metro y hay un viento que sopla de las alas del demonio. La misma palabra denota cosas diferentes: una física (real), otra personal (imaginaria). La palabra se aplica a dos intenciones, a dos blancos, como el texto en su conjunto: para nosotros, hombres del siglo XXI, el viaje de Dante Alighieri es literatura, es ficción, es metáfora, un espejo de la vida, y cuántos enunciados podríamos ensartar en un catálogo de normas, académicas o no, cultas o triviales, siempre enfocadas a ubicarnos en la región ilimitada, mas definida, de la fantasía. La fantasía de Dante es otra cosa, aquel lugar donde llueven las imágenes divinas es la pantalla de la realidad: por eso las imágenes que llueven reemplazan los relieves de piedra, los grabados en la roca, las voces, las evidencias de la percepción. Llegan cuando el peregrino ha afinado el intelecto y no requiere de muletas sensoriales. Cuando el peregrino ve los dibujos grabados en el suelo, en la primera cornisa del Purgatorio, el narrador los califica de artificio8. Es la única ocurrencia de la palabra en el poema, atribuida a dibujos grabados por la mano de Dios. Asimismo, cuando el peregrino en el Edén asiste a una visión apocalíptica, esa secuencia de cuadros es glosada por Beatriz con una oscura narración9; única ocurrencia de la palabra narración en el poema, y, como artificio, se refiere a la revelación divina. Si consideramos el sentido subjetivo, estilístico, formal, que el lector contemporáneo relaciona con estos términos, recorremos a vuelo la distancia que del cosmos de Dante nos separa; para él son garantía de la elocuencia divina, que es objetiva, continua, perpetua y sobre todo real, verdadera, necesaria.
La Comedia sigue siendo algo cercano a la esencia del hombre, al pensamiento que sucede, a las pasiones que ilustran y degradan, y que nos hacen.
El artificio y la narración son irrefutables; el orden fenoménico, en cambio, es un borrador, un ensayo, hay que rectificarlo hasta que se amolde a la expresión de un informe imperioso… No, nosotros no estamos de acuerdo: Dios es un asunto de fe, el diablo es una imagen literaria, el Infierno es un espacio imaginario donde actúan personajes de ficción. Es la literatura, la Divina comedia. Dante sabe que el poema es obra de su ingenio, que obedece al arte, a categorías determinadas, estéticas e históricas: y ve todo esto como una herramienta desechable en pos de un simulacro que objetivamente significa, que subsiste. El poema es un puente levadizo obligado y provisional, un vehículo, no es el destino. Nosotros vemos en ese destino un vehículo para llegar al centro, al poema. Sin embargo, la Comedia sigue siendo algo cercano a la esencia del hombre, al pensamiento que sucede, a las pasiones que ilustran y degradan, y que nos hacen. ¿Por qué? Las historias no cambian, cambia su interpretación y el credo que cada lector de cada época cultiva. El complejo de Edipo no es la aportación de Freud al mundo griego, es un consejo del mundo griego a la teoría de Freud. Hamlet es un asesino que actualmente sería sometido a un juicio penal, con todo y peritaje psiquiátrico solicitado en su defensa. Los héroes homéricos serían condenados por genocidio… Claro, ningún lector alegaría estas reservas. Al contrario, el juicio de Hamlet o de Aquiles le brindaría un servicio al dominio legal que nos respalda, una benéfica inspección a las normas de la tolerancia y de la democracia del decálogo vigente. Así, el viaje de un peregrino en el año 1300, entre muertos que hablan o cruzando los cielos en vuelo libre, donde el realismo de la representación se calcula y mide hasta el minúsculo remate de la exactitud, despeja el paso entre ficticio y necesario, es nuestro viaje, ya que el significado, despojado de su circunstancia, que podemos traducir, se torna irreductible, primario, el arquetipo que burla toda forma y toda fe, modelos y lenguajes, y descansa donde la lectura cede su atención al ser.
Lucifer, rey del Infierno de Gustave Doré, grabado, 1861-68.
El poeta planea el paisaje eterno, Infierno y Paraíso, y el espacio temporal del Purgatorio, a partir de una geografía de la conciencia. La topografía del más allá es la versión tangible de la jerarquía de los pecados y las virtudes. Dante no inventa, recoge una doctrina establecida por Dios, por la Iglesia, por la filosofía de Tomás y de sus predecesores. O inventa en el sentido tradicional de la palabra: encuentra, halla. Dante halla una forma de organizar la moral y con base en esas gradas, que elevan o rebajan, traza el escenario del poema. Son los siete pecados, del menos grave, la lujuria, al más grave, la soberbia, lo que dispone la construcción de los círculos infernales y las cornisas del Purgatorio; son las siete virtudes las que rigen los cielos planetarios. Una arquitectura simbólica determina la fábrica del cosmos, incluso la geografía terrestre: en el cenit, en lo que nosotros llamamos polo Norte, está Jerusalén. ¿Un error en el mapa? No, porque el mapa se define a partir del sentido que tiene que expresar: en el centro de la Tierra está atrapado Lucifer, principio espiritual y temporal del mal; en lo que llamamos polo Sur está el Purgatorio, una montaña, cuyo grado más alto (el punto extremo de la Tierra) alberga el Edén, lugar del principio, del origen de la historia. De ahí la humanidad fue desterrada… Jerusalén es el foco de la redención, de la nueva alianza con Dios. La línea de la historia, que es la historia escatológica del hombre, se desarrolla a lo largo de un eje: en el centro Lucifer, en el sur la creación y el pecado, en el norte la salvación. El tiempo, que se vuelve espacio, es un teorema demostrado. El universo corpóreo, en el que habitamos, actuamos y morimos, sostiene la misma claridad, guarda estas distancias, se ajusta a una sentencia superior; tiene la humildad, y el talento de significar lo que debe, de convertirse en testimonio puntual de lo inefable. Dante nos guía a través de lo inefable: un mundo interior, como el Infierno, situado en las entrañas de la Tierra; o como el Purgatorio, espacio inalcanzable que se encuentra del lado contrario del suelo que pisamos; o como el Paraíso, mundo externo a la circunferencia que abarcamos. Pero la piedra angular en la que radica la comprensión del otro y su frontera con nosotros sigue siendo la experiencia. Desde los primeros tercetos del Infierno, acompaña al peregrino un personaje silencioso, discreto, servicial, que nunca pretende atención: un pronombre.
Y como aquel que sale jadeante del mar y al verse libre del naufragio se vuelve y mira el agua procelosa, de igual modo mi ánimo, aún huyendo, se volvió atrás para mirar el paso que no cruzó jamás ningún ser vivo.10
Canto I, líneas 1 y 2 de Gustave Doré, grabado, 1861.
La imagen del náufrago que llega a la orilla y se vuelve a contemplar el peligro del que ha llegado a salvo, estriba en el pronombre aquel. Es por medio de tal empatía, del lazo suscitado con un ser indefinido y general, un nadie que es todos nosotros, como Dante, el poeta, nos transmite la zozobra del Dante peregrino. El lector, cualquier lector, podría imaginar al náufrago en esa contingencia, peleando contra el agua, el miedo, el cansancio, la desesperación: sufre con él, comulga, se integra y por lo tanto convierte la pasión del peregrino, inédita, tremenda, ajena al sentido común, en una batalla conocida, una palpitación familiar, un hecho humano. Es esta la primera aparición del ser discreto que evocado como el hombre que, o quien, o aquel, socorre al poeta cuando entre el lector y el peregrino la distancia se abre y la sombra de lo ignoto nubla el entendimiento. El pronombre es la luz de la experiencia que vuelve a tenderle la mano al lector, el intermediario que traduce el asombro del misterio a la memoria del presente. Ese pronombre opera como una madeleine proustiana, que bañada en el aroma del tiempo dona vida a un pasado enajenado, vuelve carne el símbolo y sangre su sentido. Cuando Ulises llega al umbral del “loco vuelo” hacia el mundo inhabitado, hacia el océano donde vislumbrará la montaña oscura del Purgatorio, induce a su tripulación, la persuade, la cautiva por medio de una “breve arenga”:
[…] no renunciéis, en el escaso tiempo que nos queda de vida, a la experiencia de conocer el mundo no habitado que a la espalda del sol está esperando. Pensad en vuestro origen, que no fuisteis hechos para vivir como animales, sino para seguir virtud y ciencia.11
En italiano, esperienza (experiencia) rima con semenza (origen) y con canoscenza (ciencia). Nosotros, nuestra semilla, y su constitución biológica y moral, oscilamos entre la duda y la experiencia. John Freccero, agudo lector del verso dantesco, ha intuido que la terza rima implica un camino en espiral, que imita o reproduce, y al mismo tiempo traza, el proceder del peregrino en el inframundo12. La nueva rima se presenta en el segundo verso de cada terceto, la novedad está en medio, entre una rima que mira hacia delante y otra que mira hacia atrás; es el actuar del peregrino que desciende por los círculos concéntricos del Infierno a mano izquierda –la orientación del mal, según la tradición griega y cristiana– y que asciende la montaña del Purgatorio a mano derecha –la orientación del bien–. La espiral, como la terza rima, produce un movimiento oscilatorio de ida y vuelta: siempre procedemos, pero encadenados a un ritmo que nos trae la resonancia de lo nuestro, entre una pisada y el horizonte, sin detenernos, mas tomando conciencia del paso y su sentido. Nada es signo inútil, vano: todo es gesto del conocimiento que nos lleva a reflejarnos en él.
Este movimiento oscilatorio es un tema medular en la Comedia. Los pecados están clasificados bajo el orden de Tomás de Aquino: conversio y adversio. La conversión es la adhesión a un bien carnal, efímero, a un “errar […] en el objeto”13, explicaría Virgilio; la aversión es el rechazo del bien espiritual, la fuga de la meta; acercamiento y alejamiento que delinean un diagrama del vicio y la virtud, una cartografía del alma nunca estable, nunca firme, en proceso de constante mutación en la órbita de cierto deseo –o de sí misma–, de un centro inasible que marca los capítulos de nuestra peripecia y los cantos del poema. En la comedia secular que es À la recherche du temps perdu, Marcel Proust llamará esta dialéctica “las intermitencias del corazón”. Frente a la puerta de Dite, límite del bajo Infierno, Virgilio y Dante se separan: los demonios no permiten el pasaje a los dos visitantes, el maestro deja al discípulo para negociar con los guardianes. Dante, solo, queda presa de la angustia.
Mi dulce padre, pues, se va y me deja, y yo quedo indeciso y vacilante, pues en mi mente el sí y el no combaten.14
En la cabeza de Dante luchan sí y no; en italiano tencionan. El verbo remite a los torneos medievales, a las peleas de armas, y también a las competencias poéticas, al ejercicio de un virtuosismo retórico practicado por el propio Dante. La puerta de Dite se abrirá o no; avanzaremos o no; Virgilio volverá o no… fe y desesperanza, una mirada hacia delante y un paso hacia atrás. Es el temblor del peregrino en el Infierno, taquigrafía del miedo y la incertidumbre. Desde el primer canto, se precisa este curso alterno: los 45 tercetos que lo componen se articulan en secuencias definidas por fases de marcha y retirada. Los primeros cuatro tercetos cierran en el verso “abandoné la senda verdadera”; el penúltimo verso del segundo bloque (que presenta la imagen del náufrago) marca otro movimiento de conversio: el náufrago, ya en la orilla, “se vuelve y mira el agua procelosa”; una secuencia de cuatro tercetos cierra en el verso “y pensé varias veces en volverme”; otra secuencia de seis tercetos termina en el verso15 “que perdí / toda esperanza de alcanzar la cumbre”; los dos tercetos siguientes cierran con el verso16 “me empujaba / hacia la parte donde el sol se calla”. El encuentro con Virgilio interrumpe el vaivén y detiene la acción en un lugar circunscrito, antes del verso final “Empezó a andar, y yo lo fui siguiendo”. Como se ve, el primer canto, proemio al poema que narra el despertar de Dante en esa dimensión inusitada, está sellado por una sucesión regular de momentos dinámicos, asociados a la esperanza de salir de la selva, de volver a la luz, contrarregresiones que jaquean al personaje, que lo atan al horror y al desengaño. Para volver a ver la luz, a las estrellas, tendremos que esperar hasta el último verso del Infierno.
Canto XVIII, línea 38 de Gustave Doré,
Charles Singleton revelaba una curiosa anomalía en la lógica que rige la escena del náufrago en la orilla. Después de describir la angustia y el alivio del náufrago para compartirnos el sentimiento que había experimentado, Dante retoma el hilo del relato en primera persona:
Después de reposar mi cuerpo exhausto, empecé a andar por la desierta cuesta,17
Singleton pregunta: ¿Por qué el cuerpo está exhausto? ¿Qué hizo, aquí, Dante? El cuerpo está exhausto por el esfuerzo de salir del mar, de llegar a la orilla. Pero ese mar no es el mar, no es un mar, es un símil, una figura retórica empleada para transmitir una sensación a través de un simulacro, de una memoria posible. El cansancio del cuerpo sale de la figura retórica, se desprende del pronombre, del personaje silencioso que acompaña a Dante y se encarna en el peregrino. El náufrago, que no existe, le sirve a Dante poeta para expresar la sensación de Dante peregrino; y este se cansa, tanto que necesita reposar, contagiado por el símil… La metáfora derrama en la realidad, los efectos de una figura retórica recaen, pesados, sobre el peregrino y, por ende, sobre el lector. El cuerpo está exhausto por atravesar un mar que no “era” otra cosa que una imagen, la verdad salta fuera de la poesía. Singleton agrega: Una vez que el cuerpo, exhausto, se encamina por la loma, “ya no se puede dar marcha atrás y ser reducido a una metáfora”. Si recorremos los tercetos que narran cómo aquel se volvió Dante, encontraremos en tres versos las bisagras a partir de las cuales se articula el proceso:
Y como aquel […] De igual modo mi ánimo […] se volvió atrás para mirar el paso que no cruzó jamás ningún ser vivo.18
Un pronombre, un ser indistinto y universal, asociándose con el ánimo individual del peregrino, vuelve a ver el sitio que acaba de atravesar, que no dejó pasar a los que viven, a ningún ser vivo19. En este pleonasmo, en la aparente gratuidad de la expresión “persona viva”, está la clave, o el fulcro, de la operación poética de Dante. ¿Puede una persona no estar viva? ¿Es necesaria la especificación? Hablamos de alguien, de nadie, que aquí, al dar el paso de un verso, se vuelve un ser particular, único, vivo. Viva entonces es un atributo que atrae, a nivel lógico y formal, así como en la dimensión emocional, una serie de razones, saltos y premoniciones que trascienden la palabra y la llevan a la polisemia que el propio Dante abogaba como clave y requisito para la lectura del poema. Y si, autorizados por Dante –y apegados a su texto, ahí donde la versificación del castellano impone al traductor ceñidas soluciones–, quisiéramos llevar hasta el extremo la disección gramatical del terceto, “el paso / que no cruzó jamás ningún ser vivo” (lo passo / che non lasciò già mai persona viva) puede leerse como objeto y sujeto. Es objeto en una lectura lineal, literal: el ánimo del peregrino se vuelve para ver el paso que… Es sujeto si, contagiados por la connotación moral y psicológica del episodio, leemos que nunca un ser vivo dejó de franquear aquel paso, condición para salir de la selva oscura, para alcanzar la orilla, para llegar a ser de persona muerta a persona viva.
Acaparadores y desperdiciadores de Gustave Doré, grabado, 1857.
En el cielo de la Luna, al comenzar el ascenso por el Paraíso, Beatriz interroga a Dante sobre la naturaleza de las manchas lunares, a fin de comprobar su ingenio y competencia. Es el primer examen de Dante volando por los cielos, y la primera de una copiosa serie de disquisiciones que oiremos en el Paraíso. Las manchas lunares, explica Dante, se deben a una mayor o menor densidad de la materia, según la opinión de Averroes. Errado, contesta Beatriz. Y comienza su argumento… La explicación es compleja, sutil, según los cánones y modelos de la filosofía de ese tiempo. Consciente de la dificultad, Beatriz advierte a Dante:
Esta objeción podrías deshacerla, si quieres, recurriendo a la experiencia, que es la fuente común de vuestras artes.20
La experiencia es la fuente de nuestras disciplinas, de nuestra inteligencia, y puede ser directa o reflejo, instancia contingente o acto mediado:
Hazte con tres espejos; pon dos de ellos a igual distancia y el tercero ponlo entre los otros dos, pero más lejos. Dispón a tus espaldas una fuente de luz que incida en todos los espejos para que puedas ver los tres destellos. Aunque el reflejo más lejano sea de tamaño menor, verás que emite su resplandor con una fuerza idéntica.21
La cantidad de la luz reflejada en el espejo lejano varía, la calidad no. El argumento de Beatriz ilustra la repartición de la virtud divina a través de las esferas, según un principio distributivo intrínseco a Su voluntad… Pero nosotros, modestos lectores de un libro, como Dante lo es del cielo, vemos en la imagen reflejada en los espejos distintos momentos y grados de nuestra conciencia del mundo, de sus fenómenos y de sus manchas o sus lunares. No cambia la cosa, varía su reflejo, y la experiencia nos da la medida de nuestra distancia o cercanía, de nuestro error o acierto, en la vida y en la literatura. Podemos asociar a Dante con el metro o con un nenúfar. En un paseo por el lado de Guermantes, en Combray, en el primer tomo de la Recherche, el narrador, aún niño, se detiene a contemplar la plantas acuáticas que obstruyen la corriente del río. Un nenúfar, perennemente arrastrado por la fuerza del agua, se alejaba, se alargaba, hasta que su pedúnculo ponía un límite a la fuga y volvía al punto de partida: el joven Marcel lo miraba en todos sus paseos, renovando aquel ritual, como los neurasténicos que durante años ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres raras:
Y así aquel nenúfar, parecido también a uno de los infelices cuyo singular tormento, repetido indefinidamente por toda la eternidad, excitaba la curiosidad de Dante, que hubiera querido oírle contar al mismo paciente los detalles y la causa del suplicio, pero que no podía porque Virgilio se marchaba a grandes zancadas y tenía que alcanzarle, como me pasaba a mí con mis padres.22
En un paseo por el campo, en la rutina del tráfico urbano, reconocemos el guiño de una fantasía encarnada que no deja de interpelar nuestros sentidos. Se manifiesta en todo, excepto, tal vez, en su intención.
El libro favorito de mi biblioteca
Una edición de la Divina comedia impresa en una sola hoja por Francesco Cossovel, en Gorizia, territorio del Imperio austrohúngaro, en 1883. Mide 70 centímetros de alto por 49 de ancho. El texto se divide en tres bloques de 23 columnas, cada columna mide 12 milímetros de ancho. Aun con el auxilio de una lupa, es arduo distinguir las palabras; sin embargo, un detenido escrutinio con aumento apropiado comprueba que el poema está reproducido en su totalidad. Cossovel era un impresor. Su hijo había muerto al hundirse el techo de la casa, mientras jugaba en la azotea. El trauma le produjo un daño cerebral, el nervio óptico sufrió una dilatación irreversible que le permitía enfocar objetos minúsculos sin el auxilio de ningún dispositivo. Decidió aprovechar la anomalía para su oficio. Copió a mano, en un pergamino, los 14233 endecasílabos de Dante, los adornó con un friso e imprimió la hoja en 1883. Supongo que utilizó un procedimiento fotomecánico, la heliografía, para copiar el pergamino en un cliché. En 1888 volvió a imprimirlo, con pequeñas variantes. De vez en cuando, alguna librería anticuaria anuncia un ejemplar de 1888. Una editorial publicó un facsímil. La edición que poseo es la de 1883, de la cual son muy escasos los rastros bibliográficos. Ignoro cuál fue el tiraje.
Francesco Cossovel realizó una impresión en una sola hoja de la Divina comedia, previamente escrita a mano con caracteres diminutos. La imagen que acompaña estas líneas corresponde a la edición de 1888.
De vez en cuando, alguna librería anticuaria anuncia un ejemplar de 1888. Una editorial publicó un facsímil. La edición que poseo es la de 1883, de la cual son muy escasos los rastros bibliográficos. Ignoro cuál fue el tiraje. Llegó a mis manos por azar. Mis padres, apasionados de antigüedades, vieron esa extraña hoja en un mercado de pulgas. Al enterarse de que era la Comedia la compraron. El vendedor no sabía lo que estaba dejando. Fue el regalo para mis 40. Por el puro morbo de pillarme desprevenido, o por ocio, agarro una lupa y me dispongo a leer, tratando de ubicarme. La caligrafía es fragmentaria, laboriosa. Con todo, sigue el hilo de las letras, palabra tras palabra. Me cuesta entender, reconstruir el verso. E imagino a Cossovel… absorto en el signo de su plumilla microscópica que le abre camino al más allá. El verbo con mayor frecuencia en la Comedia es ver y el sustantivo es ojo. Ahí se afirma el pulso que ligó el dolor con el oficio y con el libro que deslumbra.
Ampliación de la Divina comedia escrita a mano por Francesco Cossovel e impresa posteriormente en una sola hoja.
1 Infierno, XXXIII, 103. Las citas proceden de la siguiente edición: Dante Alighieri, Comedia, traducción, prólogo y notas de José María Micó. Barcelona: Acantilado, 2018.
2 Ibid., 104.
3 Ibid., 106-107.
4 Purgatorio, XXVIII, 142
5 Ibid., VI, 118.
6 Plinio el Viejo, Historia natural, XXXV, V, 16, en Textos de Historia del Arte, ed. de Marina Esperanza Torrejo. Madrid: Visor, 1987. Pp. 78-79.
7 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I. Barcelona: Crítica, 1998. P. 25.
8 Purgatorio, XII, 23.
9 Ibid., XXXIII, 47 (v. 46 en el original).
10 Infierno, I, 22-27.
11 Infierno, XXVI, 114-120.
12 John Freccero, “The Significance of Terza Rima”, en Dante: The Poetic of Conversion. Harvard University Press, 1986.
13 Purgatorio, XVIII, 95.
14 Infierno, VIII, 109-111.
15 Un verso en el original.
16 Un verso en el original.
17 Ibid., I, 28-29.
18 Ibid., I, 22-27.
19 En el original persona viva
20 Paraíso, II, 94-96.
21 Ibid., 97-105.
22 Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann, traducción de Pedro Salinas. Madrid: Alianza, 2012.