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Cuatro viñetas de Glenn Gould

En 2022 conmemoramos los 90 años del nacimiento de Glenn Gould (1932-1982) y los 40 de su muerte. Ricardo Miranda, pianista él mismo, reflexiona sobre las ideas y figura de uno de los músicos más talentosos del siglo xx. La impecable lógica musical de Gould, sus famosas Variaciones Goldberg, sus interpretaciones de Schönberg y hasta los murmullos con los que tocaba el piano nos revelan la música como si fuera nueva o como si la escucháramos por primera vez.

El caminar de un ciempiés, el ruido de las aspiradoras y el arte de tocar el piano sólo pueden ser elementos de una sencilla oración lógica si se trata de hablar sobre Glenn Gould (1932-1982), uno de los más grandes pianistas del siglo XX y un intérprete cuyas ideas y personalidad le aseguraron un lugar de honor entre las mentes más provocativas y lúcidas de la escena musical de su tiempo. Polémico, excéntrico, iconoclasta, Gould forjó a lo largo de su breve trayectoria pública –que puede fijarse entre 1945, cuando debutó con orquesta a la edad de 13 años, y 1964 cuando ofreció en Los Ángeles su último recital público– una leyenda lo suficientemente poderosa para sustentar una biografía que, con mucho, supera el limitado y estrecho concepto de pianista. Para lograr asir algo de su figura y pensamiento es forzoso recurrir a diversos y largos materiales: ríos de tinta, grabaciones, documentales, programas de radio… Es por ello que en el dibujo de algunas viñetas no podrán encontrarse sino pistas para seguir sus ideas, provocaciones para volver a pensar la música, la reiterada invitación para volver a escucharlo, o tal vez, para volver a leerlo imaginado como un personaje literario que el escritor austríaco Thomas Bernhard plasmó en su novela El malogrado.

I.

De aquella corta travesía por los escenarios, tres ocasiones han de ser recordadas. La primera, cuando Glenn Gould realizó una gira por la entonces Unión Soviética en 1957, en medio de la Guerra Fría. No contento con ir a tocar a un lugar famoso por haber regado la tierra con sus grandes pianistas, Gould quiso interpretar, junto a Bach y Beethoven, la música serial de Arnold Schönberg y Alban Berg, músicos cuya técnica serialista había sido prohibida y duramente criticada durante los largos días de arrogancia estalinista. Hasta hoy, las interpretaciones de Gould de aquellos autores –de la Primera sonata de Berg, de la Suite opus 25 de Schönberg– son un ejemplo insuperable de su compenetración con esa música novedosa y compleja, y un testimonio de su interés por “nuevos” repertorios que pocos pianistas han tocado con maestría equiparable.

La obsesión de Gould por los repertorios complejos y menos conocidos de la música del siglo XX (habrá que recordar también sus grabaciones con música de Paul Hindemith o Ernst Krenek) fue una constante de su trayectoria y en su discografía. Pero sin importar si se trata de transcripciones de Jan Pieterszoon Sweelinck, el célebre organista flamenco fallecido en 1621, o del británico Orlando Gibbons, no es la rareza sino la impecable lógica musical lo que constituye el hilo conductor de sus grabaciones e intereses artísticos. Y nada le revela en mejor dominio de esa lógica musical que sus legendarias grabaciones de la música de Bach. Reconocido como uno de los más grandes intérpretes de Bach, sus versiones son hasta la fecha medida y referencia para cualquier otra ejecución. En particular, su épica versión de las Variaciones Goldberg (grabada en 1955) le valió las más entusiastas críticas y elogios hiperbólicos, que en nada estaban fuera de lugar (además de ventas récord que se estimaron en 40 000 copias durante los primeros cinco años). Inquieto y obsesivo, Gould no dejó en paz ni al propio Gould, así que volvió al estudio para grabar una nueva versión de las Goldberg en 1981. Escuchar esta segunda versión y compararla con la primera puede parecer una tarea excesiva, pero escucharlas de manera comparada revela, sobre todo, el portento de la mente humana; la capacidad sorprendente para volver a escalar una cima conquistada y caminar hacia ella en forma diversa, inquietante y por igual, segura y definitiva. Y si acaso el juego y el asombro quieren llevarse más lejos, podemos escuchar a Gould en una grabación en vivo del Festival de Salzburgo (agosto de 1959), donde también tocó las Variaciones Goldberg y donde su descomunal talento –sin el beneficio de micrófonos y ediciones– queda al descubierto en forma contundente y deslumbrante.

 

Su épica versión de las Variaciones Goldberg (grabada en 1955) le valió las más entusiastas críticas y elogios hiperbólicos.

 

            Hubo momentos donde la contundencia de su voluntad musical fue demasiado lejos. La más famosa de ellas tuvo lugar en Nueva York en 1962, cuando tocó el Primer concierto para piano de Brahms acompañado por la Filarmónica de Nueva York y Leonard Bernstein. “¿En un concierto, quién es el jefe?”, preguntó Bernstein a su desconcertado público antes de que Gould saliera al escenario. La insistencia del solista para tocar el primer movimiento a un tempo inusualmente lento había llevado a Bernstein a tomar la decisión de explicar al público una interpretación con la que él, en particular, no estaba de acuerdo. En realidad, distinguir ejecuciones rápidas o lentas de alguna pieza específica es sólo un aspecto superficial; más importante será corroborar si tales decisiones nos llevan a un ejercicio vacío de virtuosismo, de aburrimiento… o sí, por el contrario, nos revelan algo que no habíamos escuchado y que nos sorprende. Si algo distinguió a las ejecuciones y grabaciones de Gould fue una perenne capacidad para sorprendernos y para revelarnos la música como si fuera nueva, como si nunca la hubiéramos escuchado.

 

Glenn Gould con su maestro, Alberto Guerrero, en el Real Conservatorio de Música de Toronto, en 1945. Fuente: Wikipedia.

 

II.

La poderosa personalidad artística de Gould estuvo acompañada de una legendaria lista de excentricidades. La más conocida de todas fue un incansable murmullo con el que “cantaba” mientras tocaba, y que puede escucharse en muchas de sus grabaciones. A los puristas, tales murmullos, que a veces son gemidos, son un estorbo y una distracción, y claro que pueden, en ocasiones, dispersar la concentración. Pero, si se tuvo la suerte de escuchar a Gould en vivo, ese canto era sólo la primera de varias excentricidades. Sus movimientos al tocar solían ser excesivos y peculiares, como peculiar era la silla desvencijada y extraña que su padre le había fabricado y en la que se sentaba a tocar invariablemente, aunque hacía tiempo que su tela y acojinamiento habían desaparecido.

 

Sus movimientos al tocar solían ser excesivos y peculiares, como peculiar era la silla desvencijada y extraña que su padre le había fabricado y en la que se sentaba a tocar invariablemente.

 

            Solitario extremo, Gould prefería las cartas y las llamadas telefónicas antes que una charla directa o –ni pensarlo– un gesto afectivo. Cuando en alguna ocasión un técnico de la casa Steinway lo tocó en la espalda afectivamente, Gould reaccionó con uno de sus habituales ataques de hipocondría y se quejó en tono mayor del dolor causado y de una consecuente falta de coordinación y cansancio. Celoso en extremo de su vida privada, mantuvo una sonada relación con Cornelia Foss, esposa del compositor Lukas Foss, y en sus últimos años padeció de un cierto delirio de persecución.

Su neurosis y su eterna búsqueda de soledad le llevaron a preferir “la idea de El Norte”, de lo que dejó constancia en tres “documentales radiofónicos contrapuntísticos”, grabados para la Canadian Broadcasting Corporation, acerca de las regiones boreales de Canadá y en los que utilizó, entre muchas otras, música de Sibelius. Los rumores de un tren en movimiento, del océano y de un sermón menonita son ostinatos que se escuchan en estos documentales contrapuntísticos que dan cuenta de los intereses del propio Gould por la composición, por la música y la tecnología. “Aunque muchas personas se sienten desorientadas por ellos”, afirma Geoffrey Payzant, “estas obras han sido la preocupación artística fundamental de Gould por más de una década”.

 

Glenn Gould arregla su famosa e inseparable silla, fotografía de Don Hunstein/Sony Classical. Canadian Broadcasting Corporation y Glenn Gould Estate.

 

A pesar de que “El Norte” le seducía, Gould odiaba el frío. Era sabido que en sus sesiones de grabación, los técnicos de la calefacción trabajaban más que los editores e ingenieros de cabina. Vestía ropa invernal en forma permanente, siempre portaba guantes y sus bufandas y boinas fueron, por así decirlo, parte definitiva de su imagen e iconografía. Ataviado así, llegó a ser confundido con algún vago de la calle, lo que condujo ¡a su detención! Quienes le conocieron de cerca dieron cuenta de muchas otras excentricidades: no tomaba alcohol, se decía vegetariano (en realidad no lo era) y poseía un extraño e incisivo sentido del humor. Afecto a las parodias, “creó” diversos personajes que poblaron un mundo de burla y sarcasmo, destinado a desmoronar, siquiera imaginariamente, las columnas de un mundo musical que se preciaba de su solidez y permanencia. Entre tales personajes, el musicólogo alemán Karlheinz Klopweisser, el director de orquesta británico sir Nigel Twitt-Thornwaite y el psiquiatra Wolfgang von Krankmeister son algunas de sus creaciones imperdibles para conocer su humor cáustico y corrosivo. La famosa revista High-Fidelityconserva en sus páginas varias reseñas de Gould firmadas por su alter ego, el reconocido crítico Dr. Herbert von Hochmeister.

 

Bien abrigadito. Glenn Gould con una gorra, abrigo y botas de agua, sentado en la puerta de un cabús, en una fotografía promocional de La idea del Norte de la CBC. Canadian Broadcasting Corporation y Glenn Gould Estate.

 

Pero acaso la mayor excentricidad de Gould haya sido su famoso Steinway CD 318, un piano que había llegado a Canadá para uso de los pianistas asociados a la famosa firma y que Gould terminó por comprar para evitar pagos cada vez que el instrumento cruzara la frontera entre Canadá y Estados Unidos. Gould lo modificó, ayudado por los técnicos de Steinway, hasta convertirlo en un instrumento sui generis. Tan orgulloso estaba que dedicó buena parte de sus notas en la grabación de las Invenciones y sinfonías de Bach para hablar del CD 318. Aunque quizá su mejor elogio del artefacto se encuentra en un disco denominado Glenn Gould: Concert Dropout, donde fue entrevistado por John McClure:

Es una caja de silbatos, un juego de virginales, es casi lo que quieras que sea. Es un piano extraordinario. Creo que también puede hacerse sonar orquestalmente; hemos tratado de hacerlo así en la Quinta sinfonía de Beethoven arreglada por Liszt. La hemos tocado muy orquestalmente, y esa grabación tiene muchos sonidos gordos y esponjados porque quisimos que así sonara.

III.

Cuando los alumnos del Real Conservatorio de Toronto pidieron a Gould que diera un discurso a los graduados del año 1964, el pianista comenzó así: “¡Ustedes, a punto de ser descalificados… yo los saludo!”.

Pero hablaba en serio. Su retiro de los escenarios en ese mismo año no fue una decisión caprichosa, sino el resultado de poner en práctica sus propias ideas y de ser congruente consigo mismo. Para Gould, la vida de concertista no era vida, y fue muy crítico de las audiencias complacientes que para él llegaron a convertirse en una anomalía, incluso en una pesadilla. Su actitud ante la “fuerza diabólica” de los conciertos y recitales quedó resumida en un anagrama: El Plan Gould para la Abolición del Aplauso y Todo Tipo de Demostración (GPAADAK, por sus siglas en inglés). “He llegado a la conclusión, de la manera más seria, de que el paso más efectivo que podríamos tomar hoy en nuestra cultura sería la gradual pero total eliminación de la respuesta del público”, afirmó convencido.

 

Es malo enfriarse. Glenn Gould con sus guantes y calentadores de muñeca, en el estudio de Columbia Records, donde grabó las Variaciones Goldberg de Bach. Fotografía de Don Hunstein/Sony Classical.

 

Ese rechazo de los convencionalismos del recital o concierto alimentó el fuego de lo que el propio Gould denominó como “mi affaire con el micrófono”. Convencido del futuro de las grabaciones (¡en 1964!, antes de las grabaciones digitales), dedicó el resto de su vida artística a la producción de una discografía sensacional, que, lejos de limitarse al piano, le llevó a dirigir música de Wagner o a tocar en el órgano algunos de los contrapuntos de El arte de la fuga. Al hacer del estudio de grabación su sancta sanctórum, el pianista canadiense pareció tenerlo todo: un público invisible (y sin aplausos), su piano favorito, su micrófono amante, su preciada soledad, calefacción y las vastas posibilidades de tecnología que le permitieron legarnos un conjunto de grabaciones cuidadosamente construidas.

No es difícil decir que, al abrazar las grabaciones y rechazar los conciertos, Gould adoptó un modernismo radical y que, con el paso del tiempo, la razón cada vez más está de su lado. Más difícil, en cambio, es sintetizar algo de su fascinación por el micrófono y sus posibilidades, pero quizá recordar alguna entre muchas de sus anécdotas de grabación sirva para mirar por el ojo de la cerradura.

En el transcurso de su grabación integral de El clave bien temperado, llegó el turno a la Fuga en la menor del primer libro. Gould realizó ocho tomas de la fuga y, de acuerdo a su productor, la sexta y la octava eran satisfactorias y no requerían edición alguna. Semanas más tarde, Gould regresó al estudio para el proceso de postproducción y escuchó varias veces, una tras otra, esas dos tomas. Fiel a sí mismo, encontró atroz el resultado: eran ¡monótonas! De la toma seis, le gustó la “severidad teutónica” de su interpretación; de la ocho, el “júbilo irrestricto” alcanzado. Ninguna, en sí, le convenció. Fue así que Gould y su productor, Andrew Kazdin, decidieron hacer lo que ningún recital podría lograr: editaron la fuga con pasajes alternativos de ambas tomas. “Al tomar ventaja de las reflexiones tras la grabación, uno puede trascender las limitaciones que la ejecución en vivo impone sobre la imaginación”, afirmó un Gould victorioso. No por nada le llevó poco más de nueve años grabar los 48 preludios y fugas, de algunos de los cuales llegó a registrar hasta quince tomas distintas.

IV.

Alumno de Alberto Guerrero en el Real Conservatorio de Toronto, Gould fue entrevistado muchas veces a propósito de su técnica, de cómo tocaba el piano. Angustiado por estas preguntas, que involucraban sus murmullos, sus alteraciones a la maquinaria del CD 318 y su costumbre de estudiar fuera del teclado, decía tener un rechazo consciente a tales indagaciones. Eran todas cuestiones centrípetas. Preguntarle al ciempiés por el orden en que ordena los movimientos de sus extremidades le conduciría a una trabazón, a la inmovilidad. Y es que, por tratarse de Gould, se añadían a esa técnica indescifrable muchas otras extravagancias. Paralizado en una ocasión en que no podía tocar determinada música, Gould hizo prender junto a su piano una aspiradora y una televisión, de modo que no pudiera escuchar nada de lo que tocaba sino simplemente resolver alguna cuestión dactilar. No habrán sido pocas las veces donde su mente y sus dedos caminaron a velocidades y temperamentos distintos, ellos detrás de ella.

 

Su técnica fascinante, única y deslumbrante, hizo que Gould se convirtiera en un personaje de la novela de Thomas Bernhard, Der Untergeher (El malogrado).

 

Esa técnica descomunal y fascinante, única y deslumbrante, hizo que Gould se convirtiera en un personaje de la novela de Thomas Bernhard, Der Untergeher (El malogrado, en la versión española de Miguel Sáenz). Aquellas páginas no se leen con facilidad. La escritura de Bernhard es deliberadamente compleja y wagneriana en su obsesivo retorno de frases, de leitmotive. En un estilo incesante, de muy escasos puntos y apartes, la novela recupera la voz interior de otro personaje ficticio, un narrador que también fue pianista y que –ficción literaria– habría sido compañero de estudios de Gould, de Glenn, como lo llama con la familiaridad propia de los viejos condiscípulos. De hecho, la novela tiene como trasfondo argumental la muerte y el funeral de un tercer compañero pianista, de apellido Wertheimer, a quien Glenn apodó El Malogrado durante los días de formación juvenil compartida. Ambos compañeros –el narrador y Wertheimer– se darán cuenta muy pronto de que, por más que ellos mismos sean acabados pianistas, dedicar la vida a tocar el piano al lado de Glenn tiene poco sentido.

            Salpimentado con frases y explicaciones lapidarias, el estilo de Bernhardt es más difícil todavía para quienes estudiamos música. En primer lugar, por la misma razón que da sentido a la novela. ¿Para qué dedicar horas y horas de estudio a un instrumento que genios como Gould han llevado a regiones estratosféricas?

Todos los años, decenas de millares de alumnos de escuelas superiores de música recorrían el camino del embrutecimiento de las escuelas superiores de música y perecían a causa de sus incompetentes profesores, pensé. Hasta llegan a hacerse famosos y, sin embargo, no han comprendido nada, pensé al entrar en el mesón. Se convierten en Gulda o Brendel y, sin embargo, no son nada. Se convierten en Gilels y, sin embargo, no son nada […] Pero, si soy sincero, la verdad es que tampoco hubiera podido ser jamás un virtuoso del piano, porque en el fondo no quise ser jamás un virtuoso del piano, porque siempre tuve en contra las mayores reservas y sólo abusé de la virtuosidad pianística en mi proceso de atrofia, en efecto, consideré siempre a quien toca el piano, desde el principio, como ridículo.

 

Glenn Gould canturrea al piano, fotografía de Gaby de Montreal, 1956. Fuente: Fundación Glenn Gould.

 

            Pero, como contrapeso de una visión que, por literaria, resulta ser fulminantemente real, prefiero recuperar las palabras de Geoffrey Payzant:

Gould no es como otros pianistas. Paderewski fue un pianista que tomó tiempo para ser Primer Ministro de Polonia. Hofmann fue un pianista que en su tiempo libre trabajó en inventos mecánicos. Gould no es un pianista que en su tiempo fuera del piano se dedica a pensar. Es un pensador musical que utiliza todos los recursos disponibles para razonar, incluido el piano. Que el mundo piense sobre él sólo como pianista no significa que esté bajo alguna obligación de ser o hacer lo que el mundo espera de él.

Y por supuesto, no lo hizo.

Cita

Ricardo Miranda realizó estudios de piano y teoría de la música en México e Inglaterra; y posee los grados de Maestro en Artes y Doctor en Musicología por la City University de Londres. Catedrático de Musicología en la Universidad Veracruzana, ha sido asimismo profesor invitado de diversas instituciones, entre ellas la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus libros destacan El sonido de lo propio, José Rolón (1876-1945);Manuel M. Ponce, ensayo sobre su vida y obra; y Ecos, alientos y sonidos.

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