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 Reyes sabios, lengua española y deberes del Estado¹.

Por Concepción Company Company

“Somos lo que hablamos: dime cómo hablas y te diré quién eres”, asevera la académica e investigadora emérita de la Universidad Nacional Autónoma de México, Concepción Company. Este ensayo reflexiona sobre nuestra identidad como hablantes del español, la cual tiene uno de sus pilares fundamentales en la obra de Alfonso X, un hombre sabio que transformó el castellano en una lengua ecuménica y de cultura. Liber festeja el 800º aniversario natal del Rey Sabio con el pensamiento de una de nuestras lingüistas más reconocidas.

 

1. Este texto es ampliación y reelaboración parcial del artículo “Rasgos del idioma en México. Los Reyes Magos del español”, Revista de la Universidad de México, 2014, mayo, número 123, pp. 67-72.

 

Imagen de portada

Don Alfonso El Sabio y los libros del saber de astronomía de Dióscoro Teófilo Puebla y Tolín, óleo sobre lienzo, 1881. Museo del Prado, Madrid.

Es un hecho irrefutable que los hablantes de todos los días, los ciudadanos de a pie, somos los dueños y los grandes creadores de la lengua que hablamos. Es un hecho asimismo indiscutible que la lengua, todas las lenguas, cualquier lengua, es patrimonio inmaterial y esencial de los seres humanos, porque con ella, a través de ella y gracias a ella, gestionamos toda nuestra vida diaria. Los afectos, los desafectos, lo solemne, lo cotidiano, lo laboral, lo íntimo, lo festivo, la creación, lo importante y lo banal, todo esto y más, se construye con la lengua. Ella es una actividad transversal que vehicula cada momento de las muchas facetas en la vida de todo ser humano.

No es posible soslayar, sin embargo, el hecho de que una lengua como la española, con tan altos niveles de estandarización, con tal vastedad geográfica de hablantes nativos y con tal nivel y variedad de expresiones de creación, oral y escrita, literaria, científica y, en general, cultural, difícilmente alcanza esos niveles de generalización, creación y estandarización si no es al amparo del poder estatal. Sea por adhesión y cobijo del Estado, sea, aunque menos frecuentemente, por contraposición al Estado, se requiere de la intervención del Estado. Las lenguas con altos niveles de generalización, estandarización y creación cultural tienen esas características porque su cuidado, su enseñanza y la actividad científica y literaria realizada con ellas suelen constituir razón de Estado.

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Fernando III de Castilla, óleo sobre lienzo de José María Rodríguez de Losada, circa 1892-1894. Ayuntamiento de León, España.

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El segundo rey mago fue Alfonso X, bien apodado El Sabio. Fue hijo de Fernando III, nació en Toledo a finales de 1221, de manera que en unos meses se conmemorarán 800 años de su natalicio, y reinó entre 1252 y 1285, aproximadamente. Fue, sin duda, un monarca grande entre los grandes tanto por su visión política global, ibérica y europea como, sobre todo, por su gran tolerancia, política, cultural, étnica y racial. Gracias a Alfonso X, el español, todavía castellano, accedió a la condición de lengua de cultura. No hay posiblemente en toda la historia de nuestra lengua una promoción tan consistente, tan deliberada y tan bien lograda de estandarizar y generalizar una lengua como la herramienta única de hacer literatura, ciencia, historia, derecho, filosofía, esto es, cultura en todas sus manifestaciones.

La “obra alfonsí”, como se la conoce, la componen decenas de miles de páginas escritas en “nuestra lengua castellana”, “en el nuestro lenguaje castellano” –como constantemente dicen los textos de su época, señal de que esa lengua “nuestra” era nueva y requería, por ello, de una constante autoafirmación–. Decenas de miles de páginas de historiografía, de ciencia, de cultura, de derecho, de creación lírica y épica, de hagiografías –vidas de santos, verdaderos best-sellers en el Medioevo–, de narrativa, de filosofía, de fueros y leyes, etcétera, todas ellas de una calidad y finura de datos sorprendentes, fueron escritas en apenas treinta años. Y esta sorprendente creación cultural, lograda en apenas tres décadas, no habría sido posible si Alfonso X el Sabio no hubiera sido uno de los monarcas más tolerantes en lo cultural, lo étnico y lo religioso, conocidos en la historia del español, y uno de los más capaces para integrar en una sola unidad cultural, lengua española, modos distintos de concebir el mundo. En muchos sentidos, Alfonso X fue, sin duda, un Rey Sabio.

 

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Alfonso IX y Berenguela de Castilla, miniatura, Tumbo de Toxos Outos, circa 1289, Archivo Histórico Nacional, Madrid. Fuente: Wikipedia.

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Castilla, ya ampliada con muchos nuevos territorios, se llenó de pueblos de francos –cualquiera que procediera del noreste de la península ibérica y no sólo los franceses era llamado franco; de ahí la voz franquicia, porque aquellos nuevos pobladores gozaban de ciertas prebendas fiscales–, de judíos, de musulmanes, de leoneses, de catalanes, de franceses, de italianos, genoveses muchos, y de alemanes –recordemos que la madre de Alfonso X era alemana, Beatriz de Suabia, y que él entendía alemán–. Lo mejor de estos tan diversos pueblos alimentó los scriptoria alfonsíes, como se conoce a estos centros culturales –imagine el lector varias y grandes Secretarías de Cultura funcionando plenamente–, y contribuyó a hacer en muchas y diversas disciplinas obras múltiples y multiculturales, porque todos esos pueblos tan diversos escribieron, tradujeron de sus lenguas nativas, conjuntaron conocimiento y crearon una inmensa obra en español al amparo del poder estatal, castellano propiamente en ese entonces porque España aún no existía como entidad político-administrativa.

La sede más conocida de los scriptoria fue la Escuela de Traductores de Toledo, ciudad natal del monarca, como ya señalé, y centro neurálgico de la monarquía, pero había numerosos scriptoria en otros territorios castellano-leoneses, en León, en Palencia, en Salamanca, señal de que Alfonso X, además de un sabio tolerante, supo distribuir el poder en centros distintos; una descentralización cultural que era una realidad en aquel entonces.

 

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Alfonso X el Sabio de Eduardo Gimeno y Canencia, óleo sobre lienzo, circa 1857. Museo del Prado, Madrid.

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No hay que olvidar que el propio Alfonso X escribió su poesía personal e íntima, las Cantigas, en una lengua distinta del castellano, en gallego, además de que hay cantigas en castellano. Esa lengua era con mucha frecuencia el idioma de las nanas, pues a Galicia, en el noroeste de la península ibérica, en el aislamiento de las montañas junto al mar, se llevaba a los nobles para retirarlos de las peligrosas luchas intestinas, sucesorias por el poder. Alfonso X no escribió en gallego porque esta lengua sonara mejor o fuera más poética, como se suele enseñar en las aulas, sino porque para él fue, prácticamente, una segunda lengua materna.

Dos aspectos de la obra alfonsí afloran con especial modernidad. Uno, hoy sabemos, desde la lingüística, desde la antropología y desde otras varias disciplinas, que el estado natural de los seres humanos es el contacto, y es cosa sabida que el contacto suele devenir en recíproco enriquecimiento lingüístico y conceptual de las personas que viven en ese contacto, porque la otredad termina por formar parte integral de las coordenadas culturales, experienciales, vivenciales, en suma, de uno mismo. Pues bien, este aspecto tan actual y moderno desde un punto de vista lingüístico –la naturalidad del contacto–, lo puso en práctica Alfonso X con fluidez y sin conflicto alguno, no sólo porque en cada scriptorium contrató a redactores, amanuenses, traductores y creadores de etnias y culturas muy diversas, sino porque acogió y apoyó a hablantes no castellanos que se asentaron en territorios castellanos y porque promovió decididamente traducciones y recreaciones de obras de orígenes culturales muy diversos, tales como, entre otras, derecho romano, literatura oriental india y persa, ciencia y astronomía de procedencias musulmanas distintas, lírica occitana, italiana y gallego-portuguesa, y con tal diversidad logró la rica obra, multidisciplinaria y unitaria a la vez, que es el legado alfonsí.

Como consecuencia de lo anterior, en el siglo XIII, con Alfonso X el Sabio entraron al castellano cientos de nuevas palabras de muy diversa procedencia lingüística: el hermoso adjetivo catalán rozagante, los occitanismos afeitar y afeite, el germanismo guerra, y varios miles de arabismos, aceite, acequia, alacena, alambique, alberca, alborozo, alcohol, alhaja, alharaca, almohada, alquimia, azote, azotea, azúcar, por citar un puñado de voces de la primera letra del alfabeto, tomaron plena carta de naturaleza, además de un largo etcétera de galicismos y portuguesismos.

 

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Miniatura de Las siete partidas que muestra a Alfonso X el Sabio dictando a sus escribas y colaboradores. Fuente: Wikipedia.

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Dos. Otro aspecto lingüístico de gran actualidad, con aristas filosóficas y cognitivas, se hace presente en la obra de Alfonso X, a saber, que la lengua es el soporte de la identidad de un ser humano, porque gracias a que hablamos una determinada lengua funcionamos social e históricamente de un determinado modo y no de otro; es decir, la lengua determina la adscripción social, histórica e identitaria de cualquier persona. En el siguiente fragmento de su General estoria. Primera parte (redactada hacia 1275), aparece esta idea explícitamente:

Los otros linages cuando esto sintieron d’él, como desacordavan en las lenguas assí començaron a desacordar en las voluntades e otrossí ý luego en las costumbres

‘los otros pueblos cuando supieron esto de él [Nembrod, personaje bíblico], como hablaban lenguas distintas, por ello comenzaron a estar desavenidos en la voluntad y también, por eso, terminaron desavenidos en las costumbres’

Segundo paso estatal por tanto: convertir en lengua de cultura, estandarizar y hacer creación –literaria, histórica, ensayística, poética, científica, jurídica, etcétera– una lengua que, hasta antes de Alfonso X, sólo tenía estatus de lengua oficial jurídica.

Detengámonos algo más en la obra propiciada y respaldada por el Rey Sabio, porque constituyó una base fundamental del actual patrimonio identitario, cultural, cotidiano hispanohablante. Los títulos de sus obras se cuentan por decenas y la diversidad de temas arroja luz sobre los muchos ángulos de la cultura fomentada por Alfonso X. Su obra está articulada en cuatro grandes ejes: historiografía, derecho, ciencia y creación; en la manera en que los conceptos de historia, ciencia, derecho o creación se entendían en la segunda mitad del siglo xiii. Algunos de los títulos son los siguientes: la General estoria, elaborada en cinco partes –más de cinco mil páginas en una edición crítica actual reciente–, y la Estoria de España, uno de los textos medievales que mayores dificultades ofrece en cuanto a su transmisión y fijación textuales, son sus dos grandes obras historiográficas. Ambas tienen modos distintos de exposición y de organización, señal de que intervinieron grupos distintos de traductores, redactores y amanuenses, de procedencias geográficas y culturales distintas. En la General estoria, que es, en mi opinión, la obra historiográfica magna del Rey Sabio, el monarca se propuso contar el acontecer histórico de los territorios bajo su reinado, desde sus orígenes bíblicos hasta su época. Las Siete partidas es una integración monumental del derecho romano y de la ius consuetudine; esta obra constituye la base jurídica del mundo hispánico hoy. El Fuero real es una mezcla de libro jurídico y espejo de príncipes –esto es, consejos morales para la educación del futuro gobernante–, al igual que lo es el Setenario, mezcla de copia de la Biblia y espejo de príncipes, con Jesucristo como príncipe y ejemplo de conducta, lo cual, de paso, nos dice que las obras medievales distan de ser homogéneas en sus contenidos, al igual que sucede hoy en la creación literaria. El Lapidario, el Libro de las formas e imágenes que son en los cielos, el Libro del saber de astrología, el Libro de las cruzes, el Libro de los iudizios y el Libro de axedrez, dados y tablas son algunas de sus obras científicas. Finalmente, el Calila e Dimna y el Sendebar son dos colecciones de exempla, esto es, cuentos breves con moralejas a manera de consejos para educar al futuro gobernante, que pueden ser consideradas obras de “creación”, recreación de traducciones persa e india, propiamente, producidas bajo el auspicio de este monarca.

 

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Alfonso X el Sabio (Burgos 1221-Sevilla 1284), rey de Castilla y de León (1252-1284), miniatura en el Libro de los juegos, 1283. Fuente: Wikipedia.

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Retomemos la andadura de la historia de la lengua española. El tercer rey mago fue en realidad tres: los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, a finales del siglo xv e inicios del siglo xvi, seguidos por el nieto, Carlos I. Con ellos, el español desborda sus fronteras castellano-leonesas y se torna, en verdad, lengua española: una lengua ecuménica, porque se vuelve el vehículo de comunicación de extensos territorios, en Aragón, en los Países Bajos, en Italia, en parte de Asia y, desde luego, en América.

No es un azar que justamente en este periodo –a finales del siglo xv, en 1492– se haga la primera gramática en español y para la lengua española: la Gramática castellana de Elio Antonio de Nebrija. El conocido prólogo que dedica Nebrija a Isabel la Católica lo dice todo: “Porque está ia nuestra lengua tanto en la cumbre […] y porque la lengua es compañera del imperio”. Prólogo que debe ser leído a la luz del espíritu renacentista del cuatrocientos italiano, periodo en que la consecución de una lengua oficial y la instauración de un Estado iban de la mano, como señalara el italiano, florentino para ser precisos, Lorenzo Valla en el siglo xv.

Seguramente, Nebrija tuvo un excelente asesor, un visionario –un buen mánager o un coach, citando a una amiga y colega uruguaya–, y en efecto, lo tuvo: el cardenal Cisneros, el tutor de Carlos I, por cuya sugerencia y petición, Nebrija, que era un importantísimo latinista, pero entre cuyas preocupaciones no estaba el romance castellano, escribió la primera gramática en lengua española.

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Alfonso X, estatua esculpida por José Alcoverro, 1892, Biblioteca Nacional de España, Madrid.

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La lengua española es un caso paradigmático de varios y sucesivos “espaldarazos” institucionales, varias razones de Estado, sin las cuales no sería la rica, diversa y, a la vez y sobre todo, unitaria lengua que es hoy. Para entender la naturaleza e índole del español tan sólo hay que remontarse unos ochocientos años atrás.

Para la gestación del español general hay tres momentos históricos clave, personificados en tres monarcas. Me voy a permitir llamarlos los Tres Reyes Magos de la Lengua Española. Para el español de América, y desde luego para el de México, hubo un cuarto rey mago, aunque a este último la magia le salió mal, mal para él pero bien para la vitalidad, independencia y cabal salud del español en este continente.

El primer rey mago fue Fernando III el Santo. A inicios del siglo XIII, en 1227 –la fecha no es precisa, entre 1225 y 1229; Fernando III accedió al trono en 1217–, este monarca hizo algo mágico: decretar que la lengua de la Chancillería –una institución o dependencia de gobierno equivalente a la actual Secretaría de Gobernación en México o, en algunos países, al Ministerio del Interior– fuera el castellano y no el latín. Evidentemente, no lo hizo por gusto sino por necesidad, porque la documentación en latín ya nadie la entendía y, en consecuencia, nadie acataba las órdenes de los documentos expedidos por el rey desde la chancillería. Las necesidades fundamentales eran –antes como ahora– dos: primero, que entrara dinero a las arcas de su reino, es decir, que los súbditos contribuyeran con trabajo e impuestos, tributos como se les llamaba, a mejorar el Estado; segundo: que los súbditos acataran normas básicas de convivencia social. De esos dos temas trata la gran mayoría de documentos expedidos por la real chancillería de Fernando III. Volver oficial la lengua que se hablaba en la casa fue, sin duda, un acto mágico, un gran espaldarazo desde el poder estatal porque le otorgó al castellano un nuevo estatus: no sólo los documentos oficiales, sino la cultura toda se empezaría a construir, en gran parte, en castellano a partir de 1230.

Hay que decir que en la historia –como en la vida– detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer, y en el caso de Fernando III el Santo la había: su madre –Freud no se equivoca–, doña Berenguela, reina de Castilla. Ella también fue artífice de la magia de la oficialización del español, ya que puso un granito de arena pero nada minúsculo. Doña Berenguela de Castilla se había casado con Alfonso IX, rey de León, y con él procreó a Fernando III, casi iniciando el año 1200. A los pocos años, el rey de León la repudió, y doña Berenguela se quedó con su hijo reinando en Castilla, un territorio pequeño y de poca valía, como bien nos recuerda el verso de la estrofa inicial del primer gran poema épico culto escrito en lengua española a mediados del siglo XIII, hacia 1250, el Poema de Fernán González: “Era entonçe Castiella un pequeño moión”; ‘era entonces Castilla un pequeño mojón’, es decir, era apenas una pequeña porción de tierra con alguna mínima construcción, mojón, para deslindar sus fronteras territoriales. Doña Berenguela, muerto su esposo, reclamó para su hijo el trono y reino de León, y tras algunas batallas bien ganadas, logró unir Castilla a León, de manera que Castilla se renovó en un reino de territorio más extenso, denominado a partir de entonces Castilla-León, con el consecuente aumento de población –y de tributos, claro está–, pero, mucho más importante, la anexión de León a Castilla enriqueció enormemente la cultura de aquel pequeño inicial territorio castellano, ya que las viejas y aristocráticas tradiciones del reino de León, el gran arraigo cultural y el refinamiento romano-visigodo que por siglos había tenido el reino de León, llegaron a Castilla. Tal fue el primer paso estatal: transformar en oficial una lengua doméstica.

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Lapidario de Alfonso X el Sabio, códice original. Edición facsimilar, Imprenta de la Iberia, Madrid, 1881. Fuente: Bibliotheca Sefarad.

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Es hora de preguntarse ¿qué es una gramática? Algo muy simple a la par que muy complejo: una herramienta para describir, enseñar y difundir correctamente una lengua, en la que se asientan los hábitos lingüísticos, los usos que un pueblo ha empleado a lo largo de un complejo proceso de sedimentación –social, lingüística, literaria, cultural, jurídica, etcétera– de muchos siglos. Este fue el tercer paso estatal: transformar el castellano en español, hacer del español una lengua internacional ecuménica y por ello hacerla, nada más y nada menos, lengua de enseñanza para extranjeros, entre los cuales estaban los pueblos amerindios originarios de este continente.

Estamos en América, a mediados del siglo xviii, hacia 1755-1760. Hablaremos del cuarto rey mago, Carlos III. Aunque muy poco tiene que ver con los anteriores (su influjo directo para la lengua fue mucho menor), es muy importante para los americanos. Su poder fue un tanto contradictorio, malo para él, bueno para la cabal salud del español en América. Es bien sabido que para imponer mayor control sobre los territorios americanos y centralizar el poder administrativo, Carlos III emitió unas desafortunadas leyes conocidas como “reformas borbónicas”, traídas y puestas en vigor para México por el virrey Gálvez, poco antes de 1760. Fueron desafortunadas para el rey pero muy afortunadas para la buena salud, vida, identidad y autonomía de la lengua española en América. En efecto, las reformas borbónicas funcionaron como un acicate, un disparador o un catalizador de las independencias –cosa bien sabida y señalada unánimemente por los estudiosos–; dichas reformas fueron también la base para una nueva toma de conciencia por parte de los hablantes americanos de que su identidad y estatus jurídico eran totalmente distintos a los de los españoles de España, aun cuando los americanos criollos fueran considerados, al menos en el papel, también españoles.

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La Gramática castellana de Antonio Nebrija se imprimió en 1492, en Salamanca. Fuente: Biblioteca Digital Hispánica.

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La respuesta novohispana (hoy mexicana), bien conocida, a las leyes borbónicas de “se acata pero no se cumple” se aplica perfectamente a la lengua, porque junto a la independización económica, política y administrativa que venía produciéndose, los hablantes americanos, en este caso los novohispanos, tomaron plena conciencia de ser distintos del otro y de los otros. La segunda mitad del siglo xviii constituye el primer gran parteaguas –palabra que es mexicanismo, por cierto–, entre el español de México y el de España. Durante el siglo xix se acentúan, sin duda, algunos de esos rasgos diferenciadores con motivo de las independencias, y, en concreto para México, de manera muy acusada en la segunda mitad del xix, tras la puesta en marcha de las Leyes de Reforma expedidas a partir de 1855 por los presidentes Juan Álvarez, Ignacio Comonfort y, finalmente, por Benito Juárez.

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Nebrija, estatua esculpida en mármol por Anselm Nogués, 1892, Biblioteca Nacional de España, Madrid.

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No hay que olvidar, no obstante, el hecho esencial de que la evolución de una lengua es una constante transformación imperceptible y que la progresiva constitución de una lengua estriba tanto en grandes continuidades como en pequeñas discontinuidades lingüísticas, o micro quiebres, que operan simultáneamente: continuidad + discontinuidad. De hecho, son muchas más las continuidades que las discontinuidades en la historia de cualquier lengua, y por ello son muchos más los fenómenos lingüísticos que compartimos los casi quinientos millones de hispanohablantes que aquellos en los que diferimos.

Sin duda, los dueños y los creadores de la lengua somos los hablantes de todos los días, como dije al inicio de este texto. Sin embargo, no hay que olvidar que la lengua es el soporte de nuestra visión del mundo y de nuestra identidad. Somos lo que hablamos: dime cómo hablas y te diré quién eres. Como patrimonio nuestro que es, hay que conocerla, cuidarla, fomentarla y protegerla; y estas acciones son, en gran medida, responsabilidad del Estado. A ese cuidado y protección se han dedicado los buenos gobiernos, conscientes de que el patrimonio de un pueblo debe ser objeto de la política pública del Estado.  

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Universidad Nacional Autónoma de México

Academia Mexicana de la Lengua

El Colegio Nacional

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Concepción Company Company es lingüista, especialista en sintaxis histórica, filología y teoría del cambio gramatical. Investigadora emérita de la UNAM; investigadora emérita del Sistema Nacional de Investigadores; miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua e integrante de El Colegio Nacional. Entre sus libros destacan Documentos lingüísticos de la Nueva España (1994), Sintaxis histórica de la lengua española (2006, 2009 y 2014), El siglo XVIII y la identidad lingüística de México (2007) y El español en América. De lengua de conquista a lengua patrimonial (2021). En 2019 mereció el Premio Nacional de Artes y Letras.

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